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Entrégale a Dios tu amor, y él te dará lo que más deseas. Pon tu vida en sus manos; confía plenamente en él, y él actuará en tu favor. Salmo 37:4 BLS

martes, 13 de marzo de 2012

Un tal Jesús

Un tal Jesús



Y ustedes, ¿quién dicen que soy?

Hace dos mil años un hombre formuló esta pregunta a un grupo de sus amigos. Lo que estos respondieron no tiene tanto interés como lo que nosotros responderíamos hoy. Porque la pregunta sigue vigente, y la historia y el mundo y muchos de los que hacen la historia o habitan este mundo no han terminado de responderla. Sin embargo, dar una correcta respuesta a la misma es asunto de vida o muerte.
El personaje que formuló la pregunta era un simple artesano que hablaba con un grupo de aldeanos y pescadores. A los ojos de la mayoría de sus contemporáneos, nada hacía sospechar que se tratara de alguien importante. Vestía sencillamente. Quienes lo rodeaban era gente de más bien baja cultura. No poseía títulos ni influencias. Él y sus amigos hablaban arameo, una lengua minoritaria sin mayor incidencia en la cultura. Jamás habían salido de su pequeño y olvidado país que no tenía autonomía administrativa, pues estaba dominado por el imperio romano. No contaban con armas ni poder alguno. Eran en su mayoría jóvenes; el que hacía la pregunta apenas pasaba los treinta años y en un par de años más, moriría por la más violenta de las muertes.
El grupo comenzó a hacerse visible y a ser odiado y despreciado por los poderosos dirigentes de su pueblo. Aunque muchos se sorprendían de sus hechos, no acababan de comprender lo que aquel hombre predicaba. Los más radicales y violentos que buscaban un líder arriesgado y aguerrido, lo veían débil y manso. Los guardianes del orden lo hallaban violento y aventurero. Los doctos y cultos lo despreciaban. Los dirigentes pensaban que estaba loco. Había dedicado toda su vida al Dios de su pueblo, pero los representantes de la religión que profesaba lo consideraban blasfemo y enemigo de sus instituciones.
Las multitudes lo seguían por los caminos, lo acosaban en sus reuniones públicas o privadas, pero la mayor parte de ellos estaban interesados más en sus milagros y hechos portentosos, sobre todo cuando podían beneficiarse de los mismos, como cuando repartió panes y pescado a todo el que quiso comer: más de cinco mil en total, sin contar las mujeres y los niños. En efecto, todos lo abandonaron cuando las autoridades político-religiosas lo prendieron y lo condenaron a muerte. Sólo su madre y tres o cuatro amigos, en su mayoría mujeres, le acompañaron en su agonía.
La tarde de aquel viernes cuando la losa de su sepulcro, prestado por uno de sus amigos, se cerró sobre su cuerpo, nadie hubiera apostado ni un centavo por su memoria; nadie ni siquiera se hubiera imaginado que su recuerdo podría perdurar en algún sitio, fuera del corazón de su madre adolorida, y entre el grupo minúsculo de sus amigos.
Sin embargo, hoy, veinte siglos después, la historia sigue girando en torno a la memoria de aquel hombre. Los cronistas e historiadores continúan calculando los acontecimientos colocándolo como punto de referencia, anotando que tal o cual hecho ocurrió tantos o cuantos años antes o después de él. Media humanidad ha tomado como identificación su nombre cuando se le pregunta por sus convicciones religiosas. Y después de casi dos mil años se siguen publicando millares de libros, folletos y artículos acerca de su vida y doctrina; más que sobre cualquier otro personaje. Su historia y enseñanzas han servido como motivo y tema de inspiración para más de la mitad del arte que el mundo de la cultura ha producido, desde su arribo a la tierra. Y cada día miles de personas lo dejan todo para seguirle, imitando a sus primeros amigos.

¿Quién es este hombre?

¿Quién es este hombre por quien tantos han muerto, a quien tantos han amado hasta la locura y en cuyo nombre se han cometido también por desgracia tantas violencias y persecuciones? En los últimos dos mil años su nombre ha estado en la boca de los agonizantes como una esperanza y en la de los mártires como un título de gloria. ¡Cuántos han sido encarcelados, han sufrido tormentos o han muerto sólo por proclamarse seguidores suyos!
Muchos también han abusado de su nombre y lo han levantado como una bandera para justificar sus intereses, sus dogmas, sus imposiciones y sus intransigencias. Pero su doctrina, bien o mal comprendida o aplicada, ha inflamado el corazón de los santos y las hogueras de la Inquisición. ¿Quién es este personaje que llama a la entrega total, y que provoca en muchos un odio irracional? ¿Quién es y qué hemos hecho de él? ¿Cómo hemos usado su nombre y su enseñanza: como sal regeneradora, o como opio adormecedor; como bálsamo que cura o espada que hiere? ¿Quién es? ¿Quién es?
Quien no haya respondido a esta pregunta no ha comenzado a vivir. Porque, si es cierto lo que él dijo de sí mismo, y lo que entendieron y dijeron de él sus discípulos, la vida se hace difícil de entender y de vivir sin él. Empero si hubiera sido un embaucador o un loco, media humanidad que le ha seguido y cree fielmente en sus enseñanzas estaría perdida o delirando.
No ocurre lo mismo con otros personajes de la historia. Que César pasara el Rubicón o no lo pasara, es un hecho que puede ser verdad o mentira, pero en nada cambia el sentido de mi vida. Que Carlos V fuera emperador de Alemania o de Rusia, nada tiene que ver con mi salvación. Que Napoleón muriera derrotado en el Elba o que llegara como emperador hasta el fin de sus días, no moverá a un solo ser humano a dejar su casa, su comodidad para marcharse a evangelizar en el corazón de África. Que John F. Kennedy o Martin Luther King hubieran sido asesinados o no en nada afectará mi vida en la eternidad.
Pero con este hombre el asunto es diferente. Exige respuestas absolutas. Es imperativo y vital conocerle y tomar una postura ante su persona y su oferta de salvación. Él afirma que quien cree en él asegura su vida, y si lo ignora, la pierde. Este hombre se presenta como el "camino, la verdad y la vida". Dependiendo de nuestra respuesta a su pregunta: "Y tú, ¿quién dices que soy yo?", nuestra vida cambiará totalmente. Si nuestra respuesta se parece a la que Pedro dio en nombre de sus compañeros: "Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios viviente" (Mateo 16:16), y lo creemos así de corazón, entonces nuestra vida sufrirá la más sorprendente y maravillosa transformación: nuestras relaciones con Dios y con los hombres cambiarán por completo; nuestra forma de ver el tiempo y esperar la muerte y la eternidad adquirirán otro sentido: el de la paz, la seguridad y la esperanza; y conseguiremos un poder imposible de conseguir por cualquier medio humano: el formidable poder de los hijos de Dios.
Para aquellos que andan en la búsqueda de este Jesús, y aún no lo han encontrado...
Para los que todavía no están seguros de cómo responder a su pregunta...
Y para los que ya lo encontraron y han respondido decididamente a su pregunta confesándolo como su Cristo Salvador, y ahora se esfuerzan por seguirle el paso en el exigente camino de la vida cristiana, quiero dedicar, para cerrar las páginas de este libro, la humilde vivencia que yo mismo, como muchos de sus discípulos, he tenido al compartir con Jesús el camino de mi vida:

SÚPLICA AL JESÚS DEL CAMINO

"Jesús mismo se acercó y comenzó a caminar con ellos" (Lucas 24:15).

Fuente: Jaramillo, L. (1998) Un tal Jesús. Ed. VIDA EE.UU.

martes, 6 de marzo de 2012

Un tal Jesús: Se necesita un Hombre

Un tal Jesús



Se necesita un Hombre

El mundo está en problemas

Hoy, como ayer, el mundo está en problemas: problemas económicos, sociales y políticos; problemas materiales y físicos, morales y espirituales; problemas de hambre, pobreza e ignorancia; problemas de guerras, divisiones y hostilidades; problemas de crimen, inseguridad y vicios; problemas de explotación, injusticia y opresión; problemas de inmoralidad, pecado y desorden social; problemas y más problemas.
Pueblos y naciones, instituciones e individuos buscan afanosamente al hombre providencial que les brinde respuestas y soluciones. No uno, sino muchos hombres y mujeres que recobren la esperanza para el mundo. Las religiones los buscan en sus cónclaves, asambleas y concilios; los gobiernos, las instituciones sociales o políticas tratan de elegirlos mediante complicados procesos de elecciones. Universidades, escuelas y colegios ofrecen sistemas de enseñanza para prepararlos. Todos buscan al hombre-solución.
Empero, esta búsqueda no es de hoy. Desde los albores de la historia anda el hombre en la búsqueda de quien le resuelva sus problemas. Egipto creyó encontrar la respuesta en sus faraones, constructores de pirámides. Hoy sólo quedan de ellos sus momias y recuerdos, y sus majestuosos mausoleos de piedra. Asiría estuvo orgullosa de Senaquerib, Sargón y Asurbanipal, conquistadores del mundo que se engrandecieron a sí mismos a costa del dolor de otros pueblos.
Babilonia tuvo a Nabucodonosor, no uno, sino varios, constructores de murallas y fortificaciones que hicieron esclavo al pueblo de Dios y destruyeron su templo en Jerusalén. Uno de ellos pudo ser el gran líder, sin embargo, la corrupción que entronizaron en sus reinos la heredó Baltazar, quien tuvo que escuchar de Dios, por boca de su profeta Daniel, la terrible sentencia: "Pesado has sido en balanza y fuiste hallado falto. Tu reino ha sido roto" (Daniel 5:27-28).
El imperio medo-persa dio al mundo a Ciro, Darío, Jerjes y Artajerjes, conquistadores de pueblos a los que rebajaron y explotaron en lugar de educarlos y elevarlos. Grecia llegó a su cénit de gloria y de poder con Alejandro Magno, vencedor de los persas en Arbelas. Alejandro extendió los confines de su reino hasta la India y se quedó sin mundos para conquistar; pero él y su imperio desaparecieron al paso de las huestes de los nuevos dueños del mundo, los romanos. Cartago, al norte de África, produjo a Aníbal, genio de la guerra que invadió a Europa por los Alpes y venció a los romanos; no obstante, murió más tarde derrotado, suicidándose, al ver destruidos su ciudad y su imperio.
Tampoco fueron solución los emperadores romanos; ni siquiera los más sabios y poderosos como Julio César y Marco Aurelio. Su poder absoluto se convirtió en corrupción absoluta hasta hacerse adorar como dioses, sacrificando a quienes, como los cristianos, se negaban a reconocer el despropósito.
Ya en la Edad Media lució con esplendor entre los reyes francos Carlomagno, coronado por el Papa como el gran emperador de Occidente. Protector de las artes, benefactor de la iglesia; mas su imperio se desmoronó con su muerte. Otro Carlos, el I de España (V de Alemania), llegó a ser emperador de Europa y América. De nada le valió, pues enfermo de cuerpo y alma hubo de retirarse a un monasterio, abdicando el trono. En Francia, Luis XTV fue llamado por su pueblo con admiración y esperanza, el "Rey Sol". Pero el esplendor de su reino pronto se opacó, desmembrándose en mil pedazos. Parecía que la espada de Napoleón iba a conquistar el mundo, hasta que fue vencido en Waterloo y desterrado a la isla de Elba.
En los tiempos modernos se han levantado reinas Victorias de Inglaterra, Hitlers en Alemania, Musolinis en Italia, Roose-velts y Kennedys en los Estados Unidos y miles más en otros tantos países del mundo. Todos han hecho cosas buenas o malas, pero ninguno de ellos ha logrado redimir al mundo de sus males, que hoy siguen idénticos o más graves que en el pasado. Todavía, SE NECESITA UN HOMBRE.

¿Qué clase de hombre?

Un hombre puro, de vida limpia y cristalina; con salud, fuerza y resistencia nacidas de la disciplina y la virtud. Un hombre que ha aprendido a vencer los vicios y a practicar la virtud. Un hombre sabio, con criterio para juzgar, analizar, decidir, aconsejar, dirigir y orientar, pues millones esperan su palabra de sabiduría y prudencia.
Un hombre comprensivo y compasivo, conocedor del alma humana, de sus inquietudes y necesidades; accesible a todos. Que hable su lengua y entienda sus cuitas y problemas. Que sepa amar e identificarse con todos. Sincero y universal; no excluyen-te, sino incluyente.
Un hombre dedicado, consagrado a un ideal. Que "prefiera servir antes que ser servido" (Mateo 20:28). Un hombre sin egoísmos; que "no busque lo suyo" (1 Corintios 13:5) y sepa desgastarse en favor de los otros (2 Corintios 12:15).
Un hombre esforzado y valiente como Moisés o Josué; con poder de liderato para conducir a un pueblo a la nueva tierra prometida. Carismático, capaz de hablar a los corazones e inspirar a otros a seguirle. Que sepa encender el entusiasmo y poner de pie a un ejército decidido de seguidores.
Un hombre de fe, con los pies bien puestos en la tierra, pero la mirada fija en la eternidad. "Seguro en quién ha creído" (2 Timoteo 1:12); convencido de su vocación; firme en sus convicciones, las que no sacrificará, ni por la vida.

¡He aquí el hombre...!

Cuando Poncio Pilato presentó a Jesús azotado y coronado de espinas al pueblo que pedía su muerte, como el ecce homo, "¡Aquí tienen al hombre!" (Juan 19:5-6), sin quererlo estaba afirmando la más grande verdad de los siglos: ¡Cristo es el hombre! El único, el verdadero hombre; el hombre completo, el que el mundo necesita, Jesucristo posee todas las características para ser el gran dirigente de la humanidad.
Hombre de poder. "Por medio de él todas las cosas fueron creadas Sin él, nada de lo creado llegó a existir" (Juan 1:3). ¿Cuáles cosas? Responde Pablo: "... todas las cosas en el cielo y en la tierra, visibles e invisibles, sean tronos, poderes, principados o autoridades: todo ha sido creado por medio de él y para él" (Colosenses 1:16). Mientras vivió en la tierra, muchos fueron testigos de sus poderes milagrosos. Hacía cosas que nadie podía hacer, como ordenar al viento, calmar tempestades, sanar enfermos, resucitar muertos. Una vez dio de comer a cinco mil con sólo cinco panes y dos peces (Mateo 14:15-20). Y acabó resucitándose a sí mismo, saliendo del sepulcro por su propio poder.
Pero el poder sorprendente de Jesús sigue vigente hoy. Millones lo han experimentado. No sólo continúa curando enfermedades del cuerpo, sino transformando almas y personas, haciendo efectivo su anuncio y promesa a sus discípulos de que "el Padre ama al Hijo y le muestra todo lo que hace"; y le mostraría cosas todavía más grandes que los dejaría a ellos asombrados (Juan 5:20).
Hombre de sabiduría y experiencia. Aunque vivió sólo treinta y tres años en la tierra, traía la experiencia de toda una eternidad al lado de su Padre. A él podrían referirse las palabras del proverbista cuando dice: "El Señor me poseía en el principio. Antes que los montes fueran afirmados... No había aún hecho la tierra, ni los campos. Cuando formaba los cielos, allí estaba yo... Con él estaba yo ordenándolo todo; y era su delicia de día en día ..." (Proverbios 8:22-30). Ante este hecho el apóstol Pablo debe exclamar: "¡Qué profundas son las riquezas de la sabiduría y del conocimiento de Dios! Qué indescifrables sus juicios e impenetrables sus caminos!" (Romanos: 11:33).
Pero la sabiduría de Cristo, siendo tan profunda, estuvo siempre al alcance de todos. "... las multitudes se asombraban de sus enseñanzas, porque les enseñaba como quien tiene autoridad y no como los maestros de la ley..." (Mateo 7:28-29). Y decían: "¡Nunca nadie ha hablado como este hombre!" (Juan 7:46).
Hombre comprensivo y compasivo. Su amor y compasión por los hombres fue la razón para venir a la tierra. Se hizo puente, intermediario, sacerdote, nuestro gran "sumo sacerdote que puede compadecerse de nuestra debilidad porque él también estuvo sometido a las mismas pruebas que nosotros ..." (Hebreos: 4:15). En mil pasajes de su vida podemos comprobar su amor y compasión. Todos sus milagros son actos de solidaridad con el dolor humano. Su predicación está salpicada de palabras de amor y compasión. Y aun desde la cruz siguió derramando su perdón, pues como dice el libro de Lamentaciones: "El amor del Señor no tiene fin, ni se han agotado sus bondades" (3:22).
Hombre de justicia. Porque el gran dirigente mundial no sólo debe ser poderoso, sabio, compasivo, sino tener un alto sentido de la justicia; fibra moral para defender el orden justo y volverse en contra de las leyes y los gobernantes que oprimen o engañan. Jesús fue el prototipo del más sano equilibrio de justicia y bondad. Bien que se pueden aplicar a él las palabras que Moisés dijera refiriéndose a su Padre: "...tardo para la ira y grande en misericordia; perdona la iniquidad y la rebelión, aunque de ningún modo tendrá por inocente al culpable..." (Números 14:18). Su reino es de justicia aunque se demore un poco en llegar del todo. Así lo enseñan parábolas como la de la cizaña, que concluye: "Así como se recoge la mala hierba y se quema en el fuego, ocurrirá también en el fin del mundo. El Hijo del hombre enviará a sus ángeles y arrancará de su reino a todos los que pecan y hacen pecar. Los arrojarán al horno encendido, donde habrá llanto y rechinar de dientes" (Mateo 13:40-42).
Hombre de amor y servicio. Su vida toda fue de dedicación absoluta al bien y al servicio del hombre. Pablo lo testimonió así: "Aunque era rico, por causa de ustedes se hizo pobre, para que mediante su pobreza ustedes llegaran a ser ricos" (2 Corintios 8:9). Abnegado y paciente, buscó en todo instante aliviar las necesidades y se entregó a los intereses del prójimo, especialmente del pobre, del marginado o perseguido. Según Pedro "... cuando proferían insultos contra él, no replicaba con insultos; cuando padecía, no amenazaba, sino que se entregaba a aquel que juzga con justicia. Él mismo, en su cuerpo, llevó al madero nuestros pecados, para que muramos al pecado y vivamos para la justicia..." (1 Pedro 2:23-24).
Hombre de fe y confianza. Ni un sólo instante dudó de su misión; ni siquiera en la prueba suprema de la cruz donde lo sorprendemos recitando salmos de esperanza y confianza en su Padre, como aquél que comienza: "Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?"; en el que la angustia se vuelve alabanza,; y el dolor se torna en alegría y confianza en el poder restaurador del Señor: "Pero tú eres santo, tú eres rey, ¡tú eres la alabanza en Israel! En ti confiaron nuestros padres; confiaron, y tú los libraste; a ti clamaron, y tú los salvaste; se apoyaron en ti, y no los defraudaste" (Salmo 22:3-5).
Un hombre no sólo para el tiempo, sino para la eternidad. Como hemos visto, reinos, gobiernos e imperios; príncipes, estadistas y guerreros pasan, mueren, pero nuestro hombre no pasará jamás. Se levantó del sepulcro para nunca más morir. Su liderazgo no tendrá fin, y no habrá necesidad de elecciones cada cuatro o cinco o seis años. "Jesucristo es el mismo ayer y hoy y por los siglos" (Hebreos 13:8). "Estuve muerto —afirma él mismo en el último libro de la Biblia— pero ahora vivo por los siglos de los siglos" (Apocalipsis 1:18). Nunca envejecerá, ni cambiará. Conoce el secreto de la vida y sabe comunicarlo a otros. Ante la tumba de Lázaro afirmó: "Yo soy la resurrección y la vida: el que cree en mí, vivirá, aunque muera..." (Juan 11:25).

Jesús es el hombre

El Cristo de la cruz, el Jesús Salvador, maestro, guía y ejemplo. Hombre de poder, de sabiduría y consejo; de compasión, amor y servicio; hombre de fortaleza, dedicación y entrega. Todo un líder que inspira y arrastra multitudes; que ama, conoce y comprende a la gente; fiel hasta la muerte y más allá, pues hizo efectiva su afirmación de que nadie tiene más amor que aquél que "da su vida por sus amigos" (Juan 15:13). ¿Qué más queremos? ¡He aquí el hombre! ¡Abramos paso a Jesús!

Fuente: Jaramillo, L. (1998) Un tal Jesús. Ed. VIDA EE.UU.
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