Eliminar la auto conmiseración
Fuente: https://solucionesenadicciones.wordpress.com
Esta emoción es tan desagradable que nadie que esté en sus
cabales quiere admitir padecerla. Muchos de nosotros hacemos cuanto está a
nuestro alcance para ocultarnos a nosotros mismos el hecho de que estamos
atrapados en una telaraña de autocompasión. No nos gusta que se nos diga que
sale a flote esta emoción, y rápidamente tratamos de argumentar que estamos
experimentando una emoción distinta a esa tremenda sensación de “pobre de mí”.
O podemos también, en un segundo, encontrar una docena de razones perfectamente
legítimas para sentirnos algo tristes por nosotros mismos. La autocompasión es
una arena movediza. El hundirnos en ella requiere mucho menos esfuerzo que la
esperanza, la fe, o el simple movimiento.
Cualquier persona que pueda recordar un dolor, un fracaso sentimental,
o una enfermedad durante la niñez, puede probablemente recordar también el
alivio de lamentarnos por lo mal que nos sentíamos, y la casi perversa
satisfacción de rechazar toda clase de consuelo. Casi todos los seres humanos,
pueden simpatizar profundamente con el clamor infantil de “¡Déjenme solo!”.
Una de las formas que toma la autocompasión en nosotros es:
“¡Pobre de mí! ¿Por qué no puedo ser como todos los demás? ¿Por qué me tuvo que
haber sucedido esto a mí? ¿Por qué tengo yo que sufrir este dolor? ¿Por qué
yo?.
Ese pensamiento es el gran tiquete de entrada a un bar, pero
no es más. El llorar sobre una pregunta sin respuesta es como lamentarnos por
haber nacido en esta era, y no en otra, o en este planeta, en vez de haber
nacido en una remota galaxia. No es realmente una acción muy efectiva la de
sentarnos en nuestra propia laguna de lágrimas. Algunas personas muestran un
celo especial para rociar sal sobre sus propias heridas.
También podemos desplegar una extraña capacidad para
convertir una pequeña molestia en todo un universo de lamentos. Cuando el
correo nos trae la cuenta del teléfono, nos sentimos abrumados por nuestras
deudas, y declaramos formalmente que nunca podremos terminar de pagar. Cuando
se nos quema un asado, lo consideramos como una prueba de que nunca podremos
hacer algo a derechas. Cuando llega el auto nuevo, decimos confidencialmente,
“Con la suerte que yo tengo, algo me va a suceder”.
Es como si lleváramos a nuestras espaldas un morral lleno de
recuerdo desagradables, tales como heridas y rechazos de nuestra niñez. Veinte,
o cuarenta años después, ocurre un acontecimiento de menor importancia
comparable a uno de aquellos que tenemos guardados en la bolsa. Esa es la
ocasión en que nos sentamos, destapamos la bolsa, y empezamos a sacar de ella
con todo cuidado, aquellas heridas y rechazos del pasado. Con un recuerdo emocional
total, volvemos a vivir cada uno de esas frustraciones vívidamente,
ruborizándonos de vergüenza por las timideces de nuestra niñez, mordiéndonos la
lengua por las ideas antiguas, repasando las antiguas disputas, temblando con
temores casi olvidados, y tal vez llorando de nuevo por un fracaso amoroso de
nuestra juventud.
Esos son casos extremos de autocompasión genuina, pero no
son difíciles de reconocer para aquellas personas que alguna vez han tenido,
visto o deseado esa sensación lacrimosa. Su esencia es la autoabsorción total.
Podemos llegar a sentirnos tan estridentemente preocupados por nosotros mismos
que perdemos el contacto con todos los demás. No es muy fácil congeniar con
alguien que actúe en esa forma, excepto un niño enfermo. Por eso cuando nos
sentimos en esa situación de “pobrecito yo”, tratamos de esconderla,
particularmente de nosotros mismos, pero no existe forma de librarnos de ella.
Por el contrario, necesitamos arrojar de nosotros esa
absorción, ponernos de pie, y dar una mirada sincera a nuestro proceder. Tan
pronto como conocemos la autocompasión, podemos empezar a hacer algo acerca de
ella.
Los amigos pueden sernos de mucha ayuda si son lo
suficientemente íntimos (preferiblemente progenitores, hermanos, pastores,
guías espirituales, sacerdotes) como para poder hablarles francamente. Ellos pueden
escuchar las notas falsas de nuestro canto de lamentos y decírnoslo así. O
probablemente nosotros mismos podemos escucharlas; y empezamos a poner en orden
nuestros sentimientos por el simple expediente de expresarlos en voz alta. Otra
arma excelente es el humor.
Cuando observamos la iniciación de nuestra autocompasión,
podemos también tomar una acción contra ella con un libro de inventario
instantáneo. Por cada anotación de miseria en la columna del debe, podemos
anotar una bendición en la columna de haber. La salud de que gozamos, la
enfermedad que no tenemos, los amigos que hemos amado, el clima soleado, la
buena comida que nos espera, el gozar de todas nuestras facultades, el cariño
que se nos proporciona, la amabilidad que recibimos, el trabajo de una hora, el
buen libro que estamos leyendo, y muchas otras causas de satisfacción que
pueden totalizarse para contrarrestar el débito que causa la autocompasión.
También podemos usar el mismo método para combatir las
depresiones de los días festivos, que no suceden únicamente a los alcohólicos.
Navidad, año nuevo, cumpleaños y aniversarios arrojan a muchas personas dentro
de las marañas de la autocompasión. Podemos aprender a reconocer esa antigua
inclinación para concentrarnos en la tristeza nostálgica, o mantener en
circulación una letanía de lo que hemos perdido, de la gente que nos desprecia,
y de lo pequeños que nos sentimos al compararnos con los ricos y los poderosos.
Para contrarrestar esto, añadimos al otro lado del libro mayor nuestra gratitud
por la salud, por las personas amadas que nos rodean, por nuestra habilidad
para dar amor. Y nuevamente, el balance mostrará utilidades.
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