Un tal Jesús
El que volvió de la tumba
Las lecciones del Jesús moribundo
Cristo responde no sólo a los interrogantes de la vida, sino a las angustiosas incógnitas de la muerte. Es uno de los pocos que fueron al más allá y regresaron. Murió en pleno goce de la vida, cuando apenas se iniciaba en su edad adulta y todas sus fuerzas bullían efervescentes, llenas de vigor. A la temprana edad de treinta y tres años mal contados, quiso tener una experiencia con la muerte... ¡y qué experiencia! El sí que puede contarnos de los dolores y las angustias de la agonía. Puede referirnos los mil pensamientos y premoniciones que se atropellan en la mente de un moribundo. Su testamento no fue escrito anticipadamente en la placidez de una estancia, al favor de la luz acogedora de una lámpara de resina o aceite, sino en el fragor de su crucifixión, en medio de los dolores desgarradores de su cuerpo que se despedazaba y consumía colgado del madero. Por eso será que sus mal llamadas siete últimas palabras, que son más de siete, tienen la intensidad, la profundidad, la emoción y la belleza de quien está suspendido entre dos mundos; y puede dialogar en confianza con el Padre que le espera desde la eternidad, y con los hombres que presencian su partida, a este lado del sepulcro, desde las lomas polvorientas del monte de la Calavera.
Por eso es provechoso y conveniente meditar en la cruz, en la agonía y muerte de Jesús. Leer y releer su testamento; los discursos registrados por Juan en los capítulos 13 al 18 de su Evangelio, con los que preparó a sus discípulos para el trance supremo de su partida. Observar su agonía de sangre en Getsemaní (Mateo 26:36-46; Marcos 14:32-42; Lucas 22:40-46), y aprender las lecciones importantes que nos presenta de valentía ante la muerte y el dolor; de fe y confianza en Dios, nuestro Padre justiciero que nos espera del otro lado de la tumba; y de persistencia en la vigilia y la oración como medio para preparar y fortalecer nuestro espíritu para la hora suprema del encuentro con la muerte. Estaremos entonces listos para responder muchas de las preguntas que nos inquietan acerca del más allá.
¿Y después de la muerte, qué?
Todos sabemos que vamos a morir; pero ¿qué pasa después de la muerte? Hace cuarenta mil años los primitivos de Neandertal colocaban en las tumbas utensilios que sirvieran a los difuntos en su viaje a la otra vida. Los modernos, hoy, con parecidas pretensiones, llevan flores a los muertos para reafirmar ese vínculo entre el aquí y el más allá.
El deseo de la supervivencia está profundamente arraigado en nuestro espíritu: todos queremos tener una posteridad, dejar descendientes, memorias, recuerdos, obras que perduren. Filosofías y religiones han ensayado dar una respuesta al interrogante de la otra vida; intentan describirla, anticiparla, afirmarla o negarla, asegurarla. Los ritos y las ceremonias funerarias son parte esencial de la cultura y de la vida de todas las civilizaciones. Los pueblos que las integran buscan conjurar la muerte o halagarla, proclamar la esperanza o la desesperanza alrededor de la misma; dar testimonio de su fe en la continuación de la vida después del sepulcro, o resignarse a aceptar que ésta es la única vida, y que con la muerte llega la nada, el vacío total; reafirmar su confianza en el que reconocen como el Dueño de la vida, que controla los dominios de la muerte, o encogerse de hombros frente a la tozuda realidad de un más allá que para ellos no significa mucho, porque es inevitable y nadie puede hacer nada para resolverlo.
¿Un fin o un comienzo?
Según como la miremos, la muerte es un fin o un comienzo. Para muchos es un sueño eterno, pérdida definitiva y total, término de la existencia histórica, telón que cae sobre el escenario de la vida, angustia irremediable, absurdo sin nombre, muro infranqueable contra el' que se estrellan el corazón y la razón. Para el cristiano la muerte no es un problema, sino un misterio iluminado por la verdad revelada de Dios. No es el fin, sino el principio de una vida mejor. Es el encuentro con el Dios vivo y eterno cuya compañía nos anticipó y aseguró la fe aquí en la tierra. Este es el mensaje fundamental de Jesús: "... el que vive, aunque estuvo muerto; pero ahora vive por los siglos de los siglos y tiene en sus manos las llaves de la muerte y del infierno" (Apocalipsis 1:18).
Jesús vivió plenamente esta vida, aunque todos sus actos y palabras apuntaban a la eternidad. Por eso habló de su muerte no como algo definitivo, sino como un paso inevitable dentro de los planes de redención de su Padre. Pero a renglón seguido, continuaba hablando de su vida y de sus planes para después de su muerte. Es dentro de esta perspectiva de superviviencia eterna que podemos entender sus afirmaciones: "Ciertamente les aseguro que el que oye mi palabra y cree al que me envió, tiene vida eterna y no será juzgado, sino que ha pasado de la muerte a la vida" (Juan 5:24).
Quiere decir que para el creyente la eternidad comienza aquí mismo; y la muerte será sólo un incidente pasajero de tránsito hacia esa eternidad. Ahora podemos entender mejor la actitud de Jesús frente a la angustia y el dolor de Marta y María por la muerte de su hermano Lázaro, y su afirmación terminante acerca del sentido de la muerte para el creyente: "Yo soy la resurrección y la vida. El que cree en mí vivirá, aunque muera; y todo el que vive y cree en mí no morirá jamás" (Juan 11:25-26).
Hay aquí una nueva definición de la vida y de la muerte; a las cuales se agrega un concepto novedoso, el de la resurrección, que es el que da sentido real a las nuevas concepciones cristianas de la vida y la muerte. Jesús nos trae una novedad: los mortales ya no deberán moverse dentro las dos únicas realidades de vida y muerte. La nueva realidad introducida por Cristo, y que él ha puesto al alcance de todos sus seguidores y discípulos, es la de la resurrección. Y para que no quede ninguna duda, Cristo mismo, el que nació y vivió entre nosotros, se sometió a la muerte, pero luego resucitó.
¡Jesús ha resucitado!
¡Jesús ha resucitado! Esta proclamación está en el corazón del evangelio, y despeja para el cristiano todas las dudas acerca de la muerte. La resurrección de Cristo es un hecho real que los apóstoles afirman y reafirman sin cansancio (Hechos 1:22; 2:24, 32; 3:15; 4:2, 10, 33; 5:30; 10:41; 1 Corintios 15, etcétera). Los discípulos lo han visto después de la resurrección (Juan 21:14), han hablado con él, comido y bebido con él (Lucas 24:42), Tomás lo vio y lo palpó (Juan 20:24-29). Todos han escuchado su voz (Marcos 16:14-20), han sentido el calor de su presencia (Lucas 24:13-35), han recibido sus mandatos y exhortaciones (Hechos 10:41-43). San Pablo hizo de esta verdad histórica la base de su predicación:
Porque ante todo les transmití a ustedes lo que yo mismo recibí: que Cristo murió por nuestros pecados según las Escrituras, que fue sepultado, que resucitó al tercer día según las Escrituras, y que se apareció a Cefas, y luego a los doce. Después se apareció a más de quinientos hermanos a la vez, la mayoría de los cuales viven todavía, aunque algunos han muerto. Luego se apareció a Jacobo, más tarde a todos los apóstoles, y por último, como a uno nacido fuera de tiempo, se me apareció también a mí.
1 Corintios 15:3-8
Esperanza para todos
Un hombre, pues, Cristo Jesús, ha sufrido la experiencia de la muerte, pero vive. Él ha vencido a la muerte. Esta victoria del Señor abre para nosotros las puertas de una inmensa esperanza. Como no cesa de repetir el apóstol Pablo:
Lo cierto es que Cristo ha sido levantado de entre los muertos, como primicias de los que murieron. De hecho, ya que la muerte vino por medio de un hombre, también por medio de un hombre viene la resurrección de los muertos. Pues así como en Adán todos mueren, también en Cristo todos volverán a vivir. Pero cada uno en su debido orden: Cristo, las primicias; después, cuando él venga, los que le pertenecen.
Entonces vendrá el fin, cuando él entregue el reino a Dios el Padre, luego de destruir todo dominio, autoridad y poder.
1 Corintios 15:20-24'
La victoria de Cristo sobre la muerte es nuestra propia victoria. Su muerte y su resurrección no son dos hechos distintos, sino partes de una misma realidad, un misterio de amor y salvación en el cual Dios viene a nuestro encuentro para hacernos compartir su vida. "Con su poder Dios resucitó al Señor, y nos resucitará también a nosotros", dice San Pablo en 1 Corintios 6:14. ¡Despiértate! Este mundo agoniza. Está herido de muerte. Su enfermedad es de injusticia, desamor, pecado. Duerme, inconsciente, el sueño del mal, preludio de la muerte eterna.
Necesita despertar al toque del Cristo resucitado a una nueva vida de virtud y bien, de verdad y justicia. Sólo la fe en Cristo, vencedor del sepulcro, podrá salvar al mundo. Cristo convertirá la muerte en vida, la desgracia en felicidad, la perdición en salvación eterna. Él, Cristo, perdonará todos nuestros pecados. Por lo tanto: "Despiértate, tú que duermes, levántate de entre los muertos y te alumbrará Cristo" (Efesios 5:14). Despiértate tú, que duermes en el pecado que es la muerte eterna. Abre los ojos y mira al Cristo resucitado que te invita a la vida, a triunfar sobre el mal que te adormece.
¡Que viva la vida!
¡Cristo vive! Enciende en tu alma la luz de la fe en Jesucristo, el vencedor de la muerte, el que vive y reina para siempre (Apocalipsis 1:18; 11:15). Dios, tu Padre, quiere verte de pie frente a la vida, desafiante y seguro ante la muerte. Jesucristo te reclama en las filas de los que han nacido otra vez a la vida que no muere. Ante su presencia huirán las sombras del pecado; se limpiará el firmamento de tu futuro, y se abrirán a tu existencia perspectivas de eternidad. Así podrás gritar con toda seguridad: ¡Que viva la vida!
Fuente: Jaramillo, L. (1998) Un tal Jesús. Ed. VIDA EE.UU.
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