Un tal Jesús
Jesús, garante de la vida
Vida en la vida
Físicamente comenzamos a morir desde que nacemos. Cada día que vivimos nos acerca a la tumba. No hay forma de detener el ultraje irreparable de los años sobre nuestra humanidad.
Conozco, sin embargo, ancianos de alma lozana y alegre como la de un niño. Alguien ha dicho que somos tan viejos como queramos serlo. Y que un cuerpo gastado puede encerrar un espíritu juvenil. Hemos oído de Nicodemo, aquel judío notable, instruido, respetado y, además, anciano. Fue precisamente a él a quien Jesús dijo que era posible volver a nacer, pese a los años. "¿Cómo puede ser esto?" fue la pregunta natural que brotó de los labios del estudioso Nicodemo. No sabía aquel hombre que hay fuerzas inmunes al desgaste del cuerpo, ni que el campo de acción de esas fuerzas es la región donde el tiempo se mella porque ella pertenece a la eternidad.
Renovarse o morir, proclaman muchos. Pero sólo Jesús dio sentido y proyección auténtica y completa a esta proclama. El hombre no nació para morir. He ahí la quintaesencia del mensaje de Jesús. "Yo he venido para que tengan vida, y la tengan en abundancia" (Juan 10:10). Es necesario, pues, realizar la Pascua, el tránsito de la muerte a la vida. Muerte es todo lo que se opone a Dios y a su ley. Lo que nos impide tener un corazón limpio y un alma fresca. Muerte es, sobre todo, el pecado.
Hay en cada ser humano la materia prima suficiente de la cual Jesucristo puede hacer una nueva criatura. El mayor descubrimiento de los últimos tiempos no es la electricidad, ni la bomba de neutrones, ni las fuerzas del cosmos, sino el poder renovador de la fe en Jesucristo que nos permite nacer de nuevo. Pablo describe esa fuerza con estas palabras, según reza la versión tradicional: "De modo que si alguno está en Cristo, nueva criatura es; las cosas viejas pasaron; he aquí todas son hechas nuevas." Otras versiones le dan una proyección aún mayor. Y la Nueva Versión Internacional dice: "Por lo tanto, si alguno está en Cristo, es una nueva creación. ¡Lo viejo ha pasado, ha llegado ya lo nuevo!" (2 Corintios 5:17). Se trata de una renovación total. "Será una persona nueva", dice la versión popular Dios habla hoy. Vivir así, en Dios, renacidos, renovados, significa muchas cosas:
Significa amar, aprender a amar. "La vejez no existe... Sólo existe vejez donde no hay amor", escribe Julián Green a Jacques Maritain. "Dios es amor", dice San Juan. Se trata de una entrega y sacrificio alegres. Dios da en lugar de reclamar o quitar. Dios nos enseña a amar con un amor que no rebaja ni envilece, sino que eleva y enriquece; amor generoso que no busca lo suyo; que no tiene envidia, no es presumido, ni orgulloso, ni grosero, ni egoísta ... (1 Corintios 13:1-7).
Significa creer, creer en Dios, en Jesucristo, en su Espíritu renovador, en la eternidad donde Dios habita y nos llama. Esa fe orienta al niño y al joven en su carrera, le enseña caminos de virtud, sostiene al hombre maduro en sus luchas y le enseña a soportar gozosamente pruebas y dolores. Como dice Romano Guardini: "El hombre que envejece cobra mayor conciencia de lo eterno... Se agita menos, y así puede oír mejor las voces del más allá."
Significa confiar. La persona que acepta y sigue a Dios en amor y fe, confía en él y no se preocupa ni ante los hechos de la muerte, la enfermedad o problema alguno que le amenace porque "sabemos que Dios dispone todas las cosas para el bien de quienes lo aman" (Romanos 8:28).
Significa vivir plenamente. "Cuando el 28 de octubre de 1958 los cardenales me designaron como Papa, a los 77 años de edad, se extendió la convicción de que yo sería un Papa de transición. En lugar de esto, heme aquí en víspera de mi cuarto año de pontificado y con la perspectiva de un sólido programa que desplegar de cara al mundo entero que observa y espera. En cuanto a mí, yo me encuentro como San Martín, quien no tenía miedo de morir ni se negó a vivir." En estas palabras del Papa Juan XXIII hallamos la realidad de una vejez tranquila, fructífera, centrada en Dios. Se trata de la misma actitud de San Pablo al decir: "Porque para mí el vivir es Cristo y el morir es ganancia. Ahora bien, si seguir viviendo en este mundo representa para mí un trabajo fructífero, ¿qué escogeré? ¡No lo sé!" (Filipenses 1:21-22).
El mensaje de la Navidad tiene que ver con todo esto. Nos habla no sólo de una vida que comienza, sino de muchas vidas que se renuevan. Por eso la Navidad no es solamente la fiesta de los niños. Es la fiesta de todos. Niños, jóvenes, adultos y ancianos recibimos en ella el mensaje de la vida que se renueva. El nacimiento de Jesús es el principio del proceso de nuestro renacimiento. No podemos quedarnos en Belén, porque le siguen el Getsemaní y el Calvario, la cruz y la resurrección. Cristo nació para morir y resucitar. Nacimiento, muerte y resurrección constituyen la obra completa. Ahora él vive eternamente y tiene poder para darnos vida permanente. Este es el mensaje central de la Navidad.
Vida en la muerte
"¿Dónde está ahora papá?" Escuché esta pregunta que un niño hizo a su madre frente a la tumba de su progenitor. Con cuatro palabras el pequeño quería descifrar el misterio de la muerte, del más allá. Una inscripción grabada en la losa que cubría la sepultura anticipaba la respuesta que la madre no atinaba a dar: "Espero la resurrección de los muertos."
Ante otra tumba, veinte siglos atrás, Marta y María de Betania dijeron a Jesús: "Señor, si hubieras estado aquí, mi hermano no habría muerto" (Juan 11:21). Acto seguido ellas recibieron la respuesta de Jesús en estas palabras: "Yo soy la resurrección y la vida. El que cree en mí vivirá, aunque muera" (Juan 11:25). Este Jesús, que hace afirmaciones tan importantes, es el mismo cuyo nacimiento fue anunciado por ángeles a unos pastores en Belén de Judá.
Al hablar del nacimiento de Jesús, Juan afirmó que "en él estaba la vida" (Juan 1:4). Y un poco antes dijo: "En el principio ya existía el Verbo, y el Verbo estaba con Dios, y el Verbo era Dios" (Juan 1:1). Le encanta a Juan recoger toda sentencia que hable de Cristo como vida, fuente de vida, dador de la vida: "Yo soy el camino, la verdad y la vida" (Juan 14:6); "Ciertamente les aseguro que el que oye mi palabra y cree al que me envió, tiene vida eterna y no será juzgado, sino que ha pasado de la muerte a la vida" (Juan 5:24).
Queda así descifrado el misterio de la muerte por alguien que siendo Dios, comenzó a existir como hombre y nos dio el poder divino de la fe que vence a la tumba. Creer en él, aceptar que él, con el poder del Padre y del Espíritu, nos hace renacer, es el principio de una vida sin fin para nosotros los creyentes. La muerte será así sólo una circunstancia transitoria, un puente que nos lleva al encuentro de la realidad definitiva, de la vida eterna en Dios y con Dios. Las reflexiones anteriores nos acercan a dar la respuesta a la pregunta que ha inquietado siempre a hombres y mujeres de todos los tiempos, pueblos y culturas: ¿Y después de la muerte, qué? Ya hemos visto que Jesús tiene mucho que decir al respecto.
Muerte, juicio, infierno y gloria
Muerte, juicio, infierno y gloria constituyen lo que los teólogos llaman "las postrimerías del hombre" o últimas y definitivas experiencias que determinarán nuestra suerte de una vez y para siempre. Asomarse a la muerte es hoy empresa fácil: la prensa, la radio, la televisión y el cine nos prestan diariamente este servicio. Todos tendremos que morir.
En cuanto al juicio, la Biblia confirma lo que a diario nos hace sentir nuestra conciencia: "... que está establecido que los seres humanos mueran una sola vez, y después venga el juicio" (Hebreos 9:27), y que "cada uno de nosotros tendrá que dar cuenta de sí a Dios" (Romanos 14:12). ¿Y el infierno? Como alguien decía, si no existiera habría que crearlo. Aunque es demasiado evidente en la Biblia para negarlo. ¿No se da acaso con frecuencia, como un anticipo de sus tormentos en este mundo?
La gloria es otra cosa y está reservada a los que por la fe han aprendido a crear un nuevo sentido, el "sentido de lo sobrenatural", de lo eterno; el sentido de la vida verdadera.
Es sólo cuando conseguimos este privilegio de la fe gratuitamente ofrecido por Dios a través de Jesucristo, que aprendemos a percibir y a comprender las postrimerías en sus justas dimensiones. Para los sin fe y sin Dios estas realidades son una amenaza que produce angustia, preocupación e incertidumbre; o simples "mitos" a los que no hay que prestarles atención. Para los creyentes, son una oportunidad que nos abre las puertas a la VIDA ETERNA.
No tenemos que esperar, sin embargo, al más allá para empezar a disfrutar de esta experiencia de "vida". El cristiano vive en este mundo como "resucitado"; como una "nueva criatura" que ha asegurado por los méritos infinitos de Jesucristo, el cielo, la "gloria". "Por lo tanto, si alguno está en Cristo, es una nueva creación. ¡Lo viejo ha pasado, ha llegado ya lo nuevo!" (2 Corintios 5:17).
De todo esto nos habla la Pascua, que no es otra cosa que el anuncio de la resurrección: la de Cristo y la nuestra; el tránsito glorioso de la experiencia de la muerte a la experiencia de la vida. Es éste el contenido fundamental del llamado kerigma o predicación apostólica resumido por Pedro en su primer sermón después de Pentecostés: a este Jesús que "ustedes mataron... Dios lo resucitó, librándolo de las angustias de la muerte" (Hechos 2:24). Desde entonces todo es nuestro: "el universo, o la vida, o la muerte, o lo presente, o lo por venir" (1 Corintios 3:23).
Pero no basta hablar de vida nueva y resurrección si en nada se notan sus efectos en nosotros. Esta ha sido una ya larga objeción de los incrédulos para no creer en lo que los cristianos creemos: "No creeré en el redentor de estos cristianos hasta que ellos mismos me muestren que están redimidos", afirmaba sarcásticamente el filósofo Nietzsche. Y es que, aunque marcado con las huellas de la cruz, el cristiano ha de mostrar los signos de la resurrección.
"Lo único que voy a hacer es empezar a contar lo que repetiré eternamente: las misericordias del Señor." Así escribió una pequeña santa llamada Teresita de Jesús en la primera página de su autobiografía. ¿Somos nosotros capaces de detectar en nuestra vida las misericordias del Señor y dar a otros signos de que estamos viviendo como "resucitados" a una nueva vida?
Signos que afirman la vida en un mundo de muerte. Signos que testimonian los valores trascendentales y eternos, en un mundo de trivialidades temporales, de intereses materiales y de proyecciones netamente humanas, cuando no egoístas y pecaminosas.
La oración y la Palabra de Dios son nuestras mejores aliadas para vivir como hijos e hijas de Dios y dar signos y testimonios de vida: signos de esperanza en medio de la desesperanza; de serenidad y seguridad en medio del desconcierto y la perplejidad; de confianza en medio del dolor y de la prueba; de amor y comprensión en medio del odio y de la intolerancia; de perdón y aceptación del prójimo como hermano, en medio del rechazo y la discriminación.
Cuando así ocurra, podremos percibir que la vida de Dios habita en nosotros, y que el misterio de Jesucristo, muerto en la cruz, pero resucitado y triunfante, nos pertenece y se hace realidad en nuestra propia vida. "Porque Dios, que ordenó que la luz resplandeciera en las tinieblas, hizo brillar su luz en nuestro corazón para que conociéramos la gloria de Dios que resplandece en el rostro de Cristo" (2 Corintios 4:6). Y a su resplandor, marcharemos alegres y confiados en la vida, hacia la eternidad, porque .. . hemos hecho del Señor nuestro refugio, del Altísimo nuestro protector; y no nos sobrevendrá mal alguno, pues él manda sus ángeles para que nos cuiden dondequiera que vayamos. Nos levantará con sus manos para que no tropecemos; nos librará de la angustia; nos colmará de honores; nos hará disfrutar de una larga vida y nos hará gozar de su salvación (Salmo 91:9-16).
Un himno litúrgico funerario de la iglesia primitiva canta ante la tumba del cristiano estas palabras de oración y confianza:
Recibe, Señor, a tu hijo
a quien llamaste hoy
de este mundo a tu presencia.
Confiamos que, así como ha compartido
ya la muerte de Jesucristo,
compartirá también con él
la gloria de la resurrección.
Y a cuantos han muerto en tu amistad,
recíbelos en tu reino,
donde esperamos gozar todos juntos
de la plenitud eterna de tu gloria.
Allí enjugarás las lágrimas de nuestros ojos,
porque al contemplarte como tú eres,
Dios nuestro, seremos para siempre semejantes a ti.
Fuente: Jaramillo, L. (1998) Un tal Jesús. Ed. VIDA EE.UU.
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