Los beneficios de la lectura de la Biblia
Por: A. W. Pink
Por: A. W. Pink
Las Escrituras y Cristo
El orden que seguimos en esta serie es el de
la experiencia. No es hasta que el hombre está completamente disgustado consigo
mismo que empieza a aspirar hacia Dios. La criatura caída, engañada por Satán,
está satisfecha de ella misma, hasta que sus ojos cegados por el pecado son
abiertos para darse una mirada a sí mismo. El Espíritu Santo obra primero en
nosotros un sentimiento de nuestra ignorancia, vanidad, pobreza y corrupción,
antes de llevarnos a percibir y reconocer que en Dios solamente podemos
encontrar verdadera sabiduría, felicidad real, bondad perfecta y justicia
inmaculada. Hemos de ser hechos conscientes de nuestras imperfecciones antes de
poder apreciar rectamente las divinas perfecciones. Cuando contemplamos las perfecciones de Dios, el hombre se convence más
aún de la infinita distancia que le separa del Altísimo. Al conocer algo de
las exigencias que Dios le presenta, y ante su completa imposibilidad de
cumplimentarlas, está preparado a escuchar y dar la bienvenida a las buenas
nuevas de que Otro ha cumplido plenamente estas exigencias para todos los que
creen en El.
«Escudriñad las Escrituras», dijo el Señor
Jesús, y luego añadió: «porque... ellas son las que dan testimonio de Mí» (Juan
5:39). Testifican de El cómo el único Salvador para los pecadores perdidos,
cómo el único Mediador entre Dios y el hombre, cómo el único que puede
acercarse al Padre. Ellas testifican las maravillosas perfecciones de su
persona, las glorias variadas de los oficios que cumple, la suficiencia de su
obra consumada. Aparte de la Escritura, no le podemos conocer. En ellas
solamente es que nos es revelado. Cuando el Santo Espíritu muestra al hombre
algunas de las cosas de Cristo, haciéndolo con ello conocido al alma, no usa
otra cosa que lo que está escrito. Aunque es verdad que Cristo es la clave de
la Escritura, es igualmente verdad que sólo en la Escritura tenemos un
descubrimiento del «misterio de Cristo» (Efesios 3:4).
Ahora bien, la medida de lo que nos
beneficiamos de la lectura y estudio de las Escrituras puede ser determinado
por la extensión en que Cristo ha pasado a ser más real y más precioso en
nuestros corazones. El «crecer en la gracia» se define como «y en el
conocimiento de nuestro Señor y Salvador Jesucristo» (2.a Pedro 3:18): La
segunda parte del versículo no es algo añadido a la primera, sino una
explicación de la misma. El «conocer» a Cristo (Filipenses 3:10) era el anhelo
y objetivo supremo del apóstol Pablo, deseo y objetivo al cual subordinaba
todos sus otros intereses. Pero, notémoslo bien: el «conocimiento» del cual se
habla en estos versículos no es intelectual, sino espiritual, no es teórico
sino experimental, no es general, sino personal. Es un conocimiento
sobrenatural, que es impartido en el corazón regenerado por la operación del
Santo Espíritu, según El mismo interpreta y nos aplica las Escrituras
concernientes al mismo.
Ahora bien, el conocimiento de Cristo que el
Espíritu bendito imparte al creyente por medio de las Escrituras, le beneficia
de diferentes maneras, según los marcos, circunstancias y necesidades
variables. Con respecto al pan que Dios dio a los hijos de Israel durante su
peregrinaje en el desierto, se dice que «algunos recogían más, otros menos» (Éxodo
16:17). Lo mismo es verdad de nuestra captación de El, de quien el maná era un
tipo. Hay algo en la maravillosa persona de Cristo que es exactamente apropiado
a cada condición, cada circunstancia, cada necesidad, tanto en el tiempo como
en la eternidad. Hay una inagotable plenitud en Cristo» (Juan 1: 16) que está
disponible para que saquemos de ella, y el principio que regula la extensión en
la cual pasamos a ser «fuertes en la gracia que es en Cristo Jesús» (2ª Timoteo
2: l), es «según tu fe te sea hecho» (Mateo 9:29).
1. Un
individuo se beneficia de las Escrituras cuando éstas le revelan su necesidad
de Cristo. El hombre en su estado natural se considera autosuficiente. Es
verdad, tiene una vaga percepción de que hay algo que no está del todo bien
entre él y Dios, sin embargo no tiene dificultades para convencerse de que
puede hacer lo necesario para propiciarle. Esto está a la base de toda religión
humana, empezada por Caín, en cuyo «camino» (Judas 11) todavía andan las
multitudes. Dile a un devoto «religioso formalista» que «los que viven según la
carne no pueden agradar a Dios», y al punto su urbanidad y cortesía hipócritas
son sustituidas por la indignación. Así era cuando Cristo estaba en la tierra.
El pueblo más religioso de todos, los judíos, no tenían sentido de que estaban
«perdidos» y en desesperada necesidad de un Salvador Todopoderoso.
«Los que están sanos no tienen necesidad de
médico, sino los enfermos» (Matea 9:12). Es la misión particular del Espíritu
Santo, por medio de su aplicación de las Escrituras, el redargüir a los
pecadores de pecado y convencerles de su desesperada condición, llevarles a ver
que su estado es tal que «desde la planta del pie hasta la cabeza no hay en
ellos cosa sana, sino herida, hinchazón y podrida llaga» (Isaías 1:6). Cuando
el Espíritu nos convence de pecado -nuestra ingratitud a Dios, nuestro
murmurar, nuestro descarrío de El- cuando insiste en los derechos de Dios -su
derecho a nuestro amor, obediencia y adoración- y todos nuestros tristes fallos
en rendirle lo que se le debe, entonces reconocemos que Cristo es nuestra única
esperanza, y que, excepto si nos acogemos a El como refugio, la justa ira de
Dios caerá irremisiblemente sobre nosotros.
Ni hemos de limitar esto a la experiencia
inicial de la conversión. Cuando más el Espíritu profundiza su obra de gracia
en el alma regenerada, más consciente se vuelve el individuo de su
contaminación, su pecaminosidad y su miseria; y más descubre su necesidad de la
preciosa sangre que nos limpia de todo pecado, y le da valor. El Espíritu está
aquí para glorificar a Cristo, y la manera principal en que lo hace es
abriéndonos los ojos más y más para que veamos por quién murió Cristo, cuán
apropiado es Cristo para las criaturas desgraciadas, ruines y contaminadas. Sí,
cuanto, más nos beneficiamos realmente de nuestra lectura de las Escrituras,
más vemos nuestra necesidad de Cristo.
2. Un
individuo se beneficia de las Escrituras cuando éstas le hacen a Cristo más
real, en él gran masa de la nación israelita no veía más que la cáscara
externa en las ceremonias y ritos que Dios les había dado, pero el remanente regenerado
tuvieron el privilegio de ver a Cristo mismo. «Abraham se regocijó viendo mi
día», dijo Cristo (Juan 8:56). Moisés estimó el «reproche de Cristo» más que
las grandes riquezas y tesoros de Egipto (Hebreos 11:26). Lo mismo es en el
Cristianismo. Para las multitudes, Cristo no es más que un nombre, a lo más un
personaje histórico. No tiene tratos personales con El, no gozan de comunión
espiritual con El. Si ellos oyen a uno hablar del arrebatamiento de su
excelencia, le consideran como un fanático o un entusiasta. Para ellos Cristo
es vago, ininteligible, irreal. Pero para el cristiano consagrado la cosa es
muy distinta. El lenguaje de su corazón es:
Oí la voz de
Jesucristo
No quiero oír ya
otra.
Vi la faz de
Jesucristo
Esto ya basta a mi
alma.
Sin embargo esta visión bienaventurada no es
la experiencia sistemática e invariable de los santos. Tal como hay nubes entre
el sol y la tierra ocasionalmente, también hay fallos en nuestro camino que
interrumpen nuestra comunión con Cristo y sirven para escondernos la luz de su
rostro. «El que tiene mis mandamientos, y los guarda, ese es el que me ama; y
el que me ama, será amado por mi Padre, y yo le amaré, y me manifestaré a él»
(Juan 14:21). Sí, es a aquel que por la gracia anda por el camino de la
obediencia a quien el Señor Jesús se manifiesta. Y cuando más frecuentes y prolongadas
son estas manifestaciones, más real El se vuelve para el alma, hasta que Puede
decir con Job: «De oídas te conocía; más ahora mis ojos te ven.» De modo que
cuanto más Cristo pasa a ser una realidad viviente en mí, más me beneficio de
la Palabra.
3. Un
individuo se beneficia de las Escrituras cuando más absorbido queda en las
perfecciones de Cristo. Lo que lleva al alma a Cristo al principio es un
sentido de necesidad, pero lo que le atrae después es la comprensión de su
excelencia, Y ésta le hace seguirlo. Cuanto más real se vuelve ¡Cristo, más
somos atraídos por sus perfecciones. Al principio lo vemos sólo como un
Salvador, pero cuando el Espíritu continúa llevándonos a las cosas de Cristo y
nos las muestra, descubrimos que en su cabeza hay «muchas coronas» (Apocalipsis
19:12). En el Antiguo Testamento se le llama: «Su nombre será llamado
Admirable» (Isaías 9:6). Su nombre significa todo lo que es, según nos hacen
conocer las Escrituras. «Admirables» son sus oficios, en su número, variedad y
suficiencia. El es el Amigo más íntimo que el hermano, la ayuda segura en
tiempo de necesidad. El es el Sumo Sacerdote, que comprende nuestras flaquezas.
El es el Abogado para con el Padre, que defiende nuestra causa cuando Satán nos
acusa.
Tenemos la necesidad de estar ocupados con
Cristo, estar sentados a sus pies como María, y recibir de su plenitud. Nuestro
deleite principal debería ser: «Considerar al Apóstol y Sumo Sacerdote de
nuestra profesión» (Hebreos 3: 1): para contemplar las variadas relaciones que
tiene con nosotros, meditar en las muchas promesas que nos ha dado, regalarnos
en el maravilloso e inmutable amor que nos tiene. Al hacerlo, nos deleitaremos
en el Señor, de forma que los cantos de sirena del mundo no tendrán el menor
encanto para nosotros. ¿Conoces, lector amigo, algo de esto en tu experiencia
presente? ¿Es tu gozo principal el estar ocupado con El? Si no, tu lectura y
estudio de la Biblia te han beneficiado muy poco de verdad.
4. Un
individuo se beneficia de las Escrituras cuando Cristo se vuelve más precioso
para él. Cristo es precioso en la estimación de los
verdaderos creyentes (1.a Pedro 2:7). Su nombre es para ellos «ungüento
derramado». Consideran todas las cosas como pérdida por la excelencia del
conocimiento de Cristo Jesús su Señor (Filipenses 3:8). Como la gloria de Dios
que apareció como una visión maravillosa en el templo y en la sabiduría y
esplendor de Salomón, atrajo adoradores desde los últimos cabos de la tierra,
la excelencia de Cristo, sin paralelo, que fue prefigurada por aquella, es más
poderosa aún para atraer los corazones de su pueblo. El Demonio lo sabe muy
bien, y por ello sin cesar se ocupa en cegar la mente de aquellos que no creen,
colocando delante de ellos todos los atractivos del mundo. Dios le permite
también que asalte al creyente, porque está escrito: «Resistid al diablo, y de
vosotros huirá» (Santiago 4:7). Resistidle por medio de la oración sincera y
fervorosa y específica, pidiendo al Espíritu que te atraiga los sentidos hacia
Cristo.
Cuanto más nos dejamos absorber por las
perfecciones de Cristo, más le amamos y le adoramos. Es la falta de
conocimiento experiencial de El que hace que nuestros corazones sean fríos
hacia El. Pero, donde se cultiva la comunión diaria el cristiano puede decir
con el Salmista: «¿A quién tengo en el cielo sino en Ti? No hay para mí otro
bien en la tierra» (Salmo 73:25). Esto es la verdadera esencia y naturaleza
distintiva del verdadero Cristianismo. Los fanáticos legalistas pueden ocuparse
diligentemente de diezmar la menta, el anís y el comino, pueden recorrer mar y
tierra para arrastrar un prosélito, pero no tienen amor a Dios en Cristo. Es el
corazón lo que Dios contempla: «Hijo mío, dame tu corazón» (Proverbios 23:26),
nos pide. Cuanto más precioso es Cristo para nosotros más se deleita El en
nosotros.
5. Un
individuo que se beneficia de las Escrituras tiene una confianza creciente en
Cristo. Hay «fe pequeña» (Mateo 14:3) y «fe grande»
(Mateo 8:10). Hay la «plena seguridad de la fe» (Hebreos 10:22), y el confiar
en el Señor « de todo corazón» (Proverbios 3:5). De la misma manera que hay el
crecer «de fortaleza en fortaleza» (Salmo 84:7), leemos de ir «de fe en fe»
(Romanos 1:17). Cuanto más firme y
fuerte es nuestra fe, más honramos a Jesucristo. Incluso en una lectura
rápida de los cuatro Evangelios se revela el hecho que nada complacía más al
Señor que la firme confianza que ponían en El aquellos que realmente contaban
con El. El mismo vivió y anduvo por fe, y cuanto más lo hacemos, más son
confirmados los «miembros» como una unidad con la «cabeza». Por encima de todo
hay una cosa que hemos de proponernos y buscar diligentemente en la oración:
que aumente nuestra fe. De los Tesalonicenses Pablo pudo decir: «vuestra fe va
creciendo» (2ª Tesalonicenses 1:3).
Ahora bien, no podemos confiar en Cristo en lo
más mínimo a menos que le conozcamos, y cuanto mejor le conocemos más
confiaremos en El. «En ti confiarán los que conocen tu nombre» (Salmo 9: 10). A medida que Cristo pasa a ser más real al
corazón, nos ocupamos más y más con sus perfecciones y El se vuelve más
precioso para nosotros, la confianza en El se profundiza hasta que pasa a ser
tan natural confiar en El como respirar. La vida cristiana es andar por fe
(2ª Corintios 5:7), y esta misma expresión denota un progreso continuo, una
liberación progresiva de las dudas y los temores, una seguridad más plena de
que todas sus promesas serán realiza as. Abraham es el Padre de los creyentes,
y por ello la crónica de su vida nos proporciona una ilustración de lo que
significa una confianza que se va haciendo más profunda. Primero, obedeciendo
una simple palabra de Dios abandonó todo lo que amaba según la carne. Segundo,
prosiguió adelante dependiendo simplemente de El y residió como extranjero y
peregrino en la tierra prometida, aunque nunca tuvo bajo su posesión un palmo
de la misma. Tercero, cuando se le prometió que le nacería simiente en su edad
provecta, no consideró los obstáculos que había en el cumplimiento de la
promesa, sino que su fe le hizo dar gloria a Dios. Finalmente, cuando se le
llamó para ofrendar a Isaac, a pesar de que esto impediría la realización de la
promesa en el futuro, consideró que Dios «podía levantarle incluso de los
muertos» (Hebreos 11:19).
En la historia de Abraham se nos muestra cómo
la gracia puede someter un corazón incrédulo, cómo el espíritu puede salir
victorioso de la carne, cómo los frutos sobrenaturales de una fe dada y
sostenida por Dios pueden ser producidos por un hombre con pasiones o
debilidades como las nuestras. Esto se nos presenta para animarnos, para que
oremos que Dios quiera obrar en nosotros lo que obró en el padre de los fieles.
No hay nada que complazca, honre y glorifique a Cristo como la confianza firme
y expectante, cuál de un niño, por parte de aquellos a quienes ha dado motivo
para que confíen en El de todo su corazón. Y nada evidencia mejor que nos hemos
beneficiado de las Escrituras que una fe creciente en Cristo.
6. Un
individuo se beneficia de las Escrituras cuando éstas engendran en él un deseo
cada vez más profundo de agradar a Cristo. «No sois
vuestros, pues comprados sois por precio» (1ª Corintios 6:19, 20), es el primer
gran hecho que el cristiano tiene que entender bien. Para ello no debe «vivir
para sí sino para aquel que murió El» (2ª Corintios 5:15). El amor se deleita
en agradar lo que ama, y cuanto más el
afecto nos atraiga a Cristo más desearemos honrarle por medio de una vida de
obediencia a su voluntad, según la conocemos. « Si me amáis, guardad mis
mandamientos» (Juan 14:23). No es en emociones alegres y felices o en
profesiones verbales de devoción, sino en el tomar su yugo y someternos
prácticamente a sus preceptos que honramos a Cristo principalmente.
En este punto es, precisamente, que se
comprueba la autenticidad de nuestra profesión de fe. ¿Tiene fe en Cristo aquél
que no hace ningún esfuerzo para conocer su voluntad? ¡Qué desprecio para un
rey si sus súbditos rehusaran leer sus proclamas! Donde hay fe en Cristo habrá
deleite en sus mandamientos y tristeza cuando son quebrantados. Cuando
desagradamos a Cristo lamentamos nuestro fallo. Es imposible creer seriamente
que fueron mis pecados los que causaron que el Hijo de Dios derramara su
preciosa sangre sin que yo aborrezca estos pecados. Si Cristo sufrió bajo el
pecado, también hemos de sufrir nosotros. Y cuanto más sinceros son estos
gemidos, más sinceramente buscaremos gracia para ser librados de todo lo que
desagrada al Redentor, y reforzar nuestra decisión para hacer todo lo que le
complace.
7. Un
individuo se beneficia de las Escrituras cuando le hacen anhelar la segunda
venida de Cristo. El amor puede satisfacerse sólo con
la vista del objeto amado. Es verdad que incluso ahora contemplamos a Cristo
por la fe; sin embargo es «como a través de un espejo, oscuramente». Pero,
cuando venga le veremos «cara a cara» (1ª Corintios 13:12). Entonces se
cumplirán sus propias palabras: «Padre, aquellos que me has dado, quiero que
dónde yo estoy, también ellos estén conmigo, para que vean mi gloria que me has
dado; porque me has amado desde antes de la fundación del mundo» (Juan 17:24).
Sólo esto satisfará plenamente los deseos de su corazón, y sólo esto llenará
los anhelos de los redimidos. Sólo entonces «verá el fruto de su trabajo y será
satisfecho» Isaías 53: 1l); y « En cuanto a Mí, veré tu rostro en justicia; al
despertar, me saciaré de tu semblante» (Salmo 17:15).
Al retorno de Cristo habremos terminado con el
pecado para siempre. Los elegidos son predestinados a ser conformados a la
imagen del Hijo de Dios, y el propósito divino será realizado sólo cuando
Cristo reciba a su pueblo a sí mismo. «Seremos como El es, porque le veremos
tal como El es.» Nunca más nuestra comunión con El será interrumpida, nunca más
habrá gemido o clamor sobre nuestra corrupción; nunca más nos acusará la
incredulidad. El presentará a sí mismo «la Iglesia, como una iglesia gloriosa,
sin mancha, ni arruga ni cosa semejante, sino santa y sin mancha» (Efesios
5:27). Este es un momento que estamos esperando ávidamente. Esperamos con amor
a nuestro Redentor. Cuanto más anhelamos al que ha de venir, más despabilamos
nuestras lámparas en la ávida expectativa de su llegada, más evidencia damos de
que nos beneficiamos del conocimiento de la Palabra.
Que el lector y el autor busquen sinceramente
la presencia de Dios en sí mismos. Que busquemos respuestas verídicas a estas
preguntas. ¿Tenemos un sentido más profundo de nuestra necesidad de Cristo? ¿Se
vuelve Cristo para nosotros una realidad más brillante y viva? ¿Estamos
hallando más deleite al ocuparnos de sus perfecciones? ¿Está Cristo haciéndose
más y más precioso para nosotros diariamente? ¿Crece nuestra fe en El de modo
que confiamos más en El para todo? ¿Estamos buscando realmente complacerle en
todos los detalles de nuestras vidas? ¿Estamos deseándole tan ardientemente que
nos llenaría de gozo si regresara durante las próximas veinticuatro horas? ¡Que
el Espíritu Santo escudriñe nuestros corazones con estas preguntas específicas!
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