Los beneficios de la lectura de la Biblia
Por: A. W. Pink
Por: A. W. Pink
Las Escrituras y Dios
Las Sagradas Escrituras son
totalmente sobrenaturales. Son una revelación divina. «Toda Escritura es
inspirada por Dios» (2ª Timoteo 3:16). No es meramente que Dios elevara la
mente de los hombres, sino que dirigió sus pensamientos. No es simplemente que
El les comunicara los conceptos sino que El dictó las mismas palabras que
usaron. «Porque nunca la profecía fue traída por voluntad humana, sino que los
santos hombres de Dios hablaron siendo inspirados por el Espíritu Santo (2ª
Pedro 1:21). Cualquier «teoría» humana que niega la inspiración verbal de las
Escrituras es una añagaza de Satán, un ataque a la verdad de Dios. La imagen
divina está estampada en cada página. Escritos tan santos, tan celestiales, tan
tremendos, no pueden haber sido creados por el hombre.
Las Escrituras nos hacen conocer a un Dios
sobrenatural. Esto puede ser una expresión innecesaria pero hoy es necesario
hacerla. El «dios» en que creen muchos
cristianos profesos se está volviendo más y más pagano. El lugar prominente
que los «deportes» ocupan hoy en la vida de la nación, el excesivo amor al
placer, la abolición de la vida de] hogar, la falta de pudor escandalosa de las
mujeres, son algunos de los síntomas de la misma enfermedad que trajo la caída
y desaparición de imperios como Babilonia, Persia, Grecia y Roma. Y la idea que
tiene de Dios, en el siglo veinte, la mayoría de la gente en países
nominalmente «cristianos» se está aproximando gradualmente al carácter adscrito
a los dioses de los antiguos. En agudo contraste con ello, el Dios de las Sagradas
Escrituras está vestido de tales perfecciones y atributos que el mero intelecto
humano no podría haberlos inventado.
Dios sólo puede sernos conocido por medio de
su propia revelación natural. Aparte de las Escrituras, incluso una idea
teórica de Dios sería imposible. Todavía es verdad que el «mundo no conoció a
Dios mediante la sabiduría» (1ª Corintios 1:21). Donde no hay conocimiento de
las Escrituras, no hay conocimiento de Dios. Dios es «un Dios desconocido»
(Hechos 17:23). Pero se requiere algo más que las Escrituras para que el alma
conozca a Dios, le conozca de modo real, personal, vital. Esto parece ser
reconocido por pocos hoy. Las prácticas prevalecientes consideran que se puede
obtener un conocimiento de Dios estudiando la Palabra, de la misma manera que
se obtiene un conocimiento de Química estudiando libros de texto. Puede
conseguirse un conocimiento intelectual; pero no espiritual. Un Dios
sobrenatural solo puede ser conocido de modo sobrenatural (es decir, conocido
de una manera por encima de lo que puede conseguir la mera naturaleza), por
medio de una revelación sobrenatural de El mismo en el corazón. «Porqué Dios,
que mandó que de las tinieblas resplandeciese la luz, es el que resplandeció en
nuestros corazones, para iluminación del conocimiento de la gloria de Dios en
la faz de Jesucristo» (2ª Corintios 4:6). El que ha sido favorecido con esta
experiencia ha aprendido que sólo «en su luz veremos la luz» (Salmo 36:9).
Dios puede ser conocido sólo por medio de una
facultad sobrenatural. Cristo dejó este punto bien claro cuando dijo: «A menos
que un hombre nazca de nuevo, no puede ver el reino de Dios» (Juan 3:3). La
persona no regenerada no tiene conocimiento espiritual de Dios. «Pero el hombre
natural no capta las cosas que son del Espíritu de Dios, porque para él son
locura, y no las puede conocer, porque se han de discernir espiritualmente» (1ª
Corintios 2: 14). El agua, por sí misma, nunca se levanta del nivel en que se
halla. De la misma manera el hombre natural es incapaz de percibir lo que
trasciende de la mera naturaleza. «Esta es la vida eterna que te conozcan a Ti
el único Dios verdadero» (Juan 17:3). La vida eterna debe ser impartida antes
que pueda ser conocido el «verdadero Dios». Esto se afirma claramente en (1ª
Juan 5:20): «Pero sabemos que el Hijo de Dios ha venido, y nos ha dado
entendimiento para conocer al que es verdadero; y estamos en el verdadero, en
su Hijo Jesucristo. Este es el verdadero Dios, y la vida eterna.» Sí, un
«conocimiento», un conocimiento espiritual, debe sernos dado por una nueva
creación, antes de que podamos conocer a Dios de una manera espiritual.
Un conocimiento sobrenatural de Dios produce
una experiencia sobrenatural, y esto es algo que desconocen totalmente la
multitud de miembros de nuestras iglesias. La mayor parte de la «religión» de
estos días no consiste en nada más que unos toques al «viejo Adán». Es
simplemente adornar sepulcros llenos de corrupción. Es una forma externa.
Incluso cuando hay un credo sano, la mayoría de las veces no se trata de nada
más que de ortodoxia muerta. No hay por qué maravillarse de esto. Ha ocurrido
ya antes. Ocurría cuando Cristo se hallaba sobre la tierra. Los judíos eran muy
ortodoxos. Al mismo tiempo estaban libres de idolatría. El templo se levantaba
en Jerusalén, se explicaba la Ley, se adoraba a Jehová. Y sin embargo Cristo
les dijo: «El que me envió es verdadero, al cual vosotros no conocéis» (Juan
7:28). «Ni a Mí me conocéis, ni a mi Padre; si a Mí me conocieseis, también a
mi Padre conoceríais» (Juan 8:19). «Mi Padre es el que me glorifica, el que
vosotros decís que es vuestro Dios. Pero vosotros no le conocéis» (Juan 8:54,
55). Y notémoslo bien, ¡se dice a un pueblo que tenía las Escrituras, las
escudriñaba diligentemente y las veneraba como la Palabra de Dios! Conocían a
Dios muy bien teóricamente, pero no tenían de El un conocimiento espiritual.
Tal como ocurría en el mundo judío lo mismo
ocurre en la Cristiandad. Hay multitud
que «creen» en la Santísima Trinidad, pero están por completo desprovistos de
un conocimiento sobrenatural o espiritual de Dios. ¿Cómo podemos afirmar
esto? De esta manera: el carácter del fruto revela el carácter del árbol que lo
da; la naturaleza del agua nos hace conocer la fuente de la cual mana. Un conocimiento sobrenatural de Dios produce
una experiencia sobrenatural, y una experiencia sobrenatural resulta un fruto
sobrenatural. Es decir, cuando Dios
vive en el corazón, revoluciona y transforma la vida. Se produce lo que la
mera naturaleza no puede producir, más aún, lo que es directamente contrario a
ella. Y esto se puede notar que está ausente de la vida del 95 % de los que
ahora profesan ser hijos de Dios. No hay nada en la vida del cristiano típico,
o sea la mayoría, que no se pueda explicar en términos naturales. Pero el Hijo de
Dios auténtico es muy diferente Este es, en verdad, un milagro de la gracia; es
una nueva criatura en Cristo Jesús» (2ª Corintios 5:17). Su experiencia, su
vida es sobrenatural.
La experiencia sobrenatural del cristiano se
ve en su actividad hacia Dios. Teniendo en sí la vida de Dios, habiendo sido
hecho «partícipe de la divina naturaleza» (2ª Pedro 1:4), ama por necesidad a
Dios, las cosas de Dios; ama lo que Dios ama; y, al contrario, aborrece lo que
Dios aborrece. Esta experiencia sobrenatural es obrada en El por el Espíritu de
Dios, y esto por medio de la Palabra. Por medio de la Palabra vivifica. Por
medio de la Palabra redarguye de pecado. Por medio de la Palabra, santifica.
Por medio de la Palabra, da seguridad. Por medio de la Palabra hace que aumente
la santidad. De modo que cada uno de nosotros puede dilucidar la extensión en
que nos aprovecha su lectura y estudio de la Escritura por los efectos que, por
medio del Espíritu que los aplica, producen en nosotros. Entremos ahora en
detalles. Aquel que se está beneficiando
de las Escrituras tiene:
1. Una
clara noción de los derechos de Dios. Entre el Creador
y la criatura ha habido constantemente una gran controversia sobre cuál de
ellos ha de actuar como Dios, sobre si la sabiduría de Dios o la de los hombres
deben ser la guía de sus acciones, sobre si su voluntad o la de ellos tiene
supremacía. Lo que causó la caída de Lucifer fue el resentimiento de su sujeción
al Creador: «Tú decías en tu corazón: Subiré al cielo; por encima de las
estrellas de Dios levantaré mi trono... y seré semejante al Altísimo» (Isaías
14:13, 14). La mentira de la serpiente que engañó a nuestros primeros padres y
los llevó a la destrucción fue: «Seréis como dioses» (Génesis 3:5). Y desde
entonces el sentimiento del corazón del hombre natural ha sido: «Apártate de
nosotros, porque no queremos conocer tus caminos. ¿Quién es el Todopoderoso,
para que le sirvamos?» (Job 21:14, 15). «Por nuestra lengua prevaleceremos;
nuestros labios por nosotros; ¿quién va a ser amo nuestro?» (Salmo 12:4).
«¿Vagamos a nuestras anchas, nunca más vendremos a ti?» (Jeremías 2:13).
El pecado ha excluido a los hombres de Dios
(Efesios 4:18). El corazón del hombre es contrario a El, su voluntad es opuesta
a la suya, su mente está en enemistad con Dios. Al contrario, la salvación
significa ser restaurado a Dios: «Porque también Cristo padeció una sola vez
por los pecados, el justo por los injustos, para llevarnos a Dios» (1ª Pedro
3:18). Legalmente esto va ha sido cumplido; experimentalmente está en proceso
de cumplimiento. La salvación significa ser reconciliado con Dios; y esto
implica e incluye que el dominio del pecado sobre nosotros ha sido quebrantado,
la enemistad interna ha sido destruida, el corazón ha sido ganado por Dios.
Esta es la verdadera conversión; es el derribar todo ídolo, el renunciar a las
vanidades vacías de un mundo engañoso, tomar a Dios como nuestra porción,
nuestro rey, nuestro todo en todo. De los Corintios se lee que «se dieron a sí
mismos primeramente al Señor » (2ª Corintios 8:5). El deseo y la decisión de
los verdaderos convertidos es que «ya no vivan para sí, sino para aquél que
murió y resucitó por ellos» (2ª Corintios 5:15).
Ahora se reconoce lo que Dios reclama su
legítimo dominio sobre nosotros es admitido, se le admite como Dios. Los
convertidos «se presentan a sí mismos a Dios como vivos de entre los muertos, y
sus miembros, como instrumentos de justicia» (Romanos 6:13). Esta es la
exigencia que nos hace: el ser nuestro Dios, el ser servido como tal por
nosotros; para que nosotros seamos y hagamos, absolutamente y sin reserva, todo
lo que El requiere, rindiéndonos plenamente a El (ver Lucas 14: 26, 27, 33).
Corresponde a Dios, como Dios, el legislar, prescribir, decidir por nosotros;
nos pertenece a nosotros como deber el ser regidos, gobernados, mandados por El
a su agrado.
El reconocer a Dios como nuestro Dios es darle
a Él el trono de nuestros corazones. Es decir, en el lenguaje de Isaías 26:13:
«Jehová nuestro Dios, otros señores fuera de ti se han enseñoreado de nosotros;
pero solamente con tu ayuda nos acordamos de tu nombre.» «Oh, Dios, mi Dios
eres tú; de madrugada te buscaré» (Salmo 63:1). Ahora bien, nos beneficiamos de
las Escrituras, en proporción a la intensidad con que esto pasa a ser nuestra
propia experiencia. Es en las Escrituras, y sólo en ellas, que lo que Dios
exige se nos revela y establece, somos bendecidos en tanto cuanto obtenemos una
clara y plena visión de los derechos de Dios, y nos rendimos a ellos.
2. Un
temor mayor de la majestad de Dios. «Tema a Jehová
toda la tierra; teman delante de El todos los habitantes del mundo» (Salmo
33:8). Dios está tan alto sobre nosotros que el pensamiento de su majestad
debería hacernos temblar. Su poder es tan grande que la comprensión del mismo
debería aterrorizarnos. Dios es santo de modo inefable, su aborrecimiento al
pecado es infinito, y el solo pensamiento de mal obrar debería llenarnos de
horror. «Dios es temible en la gran congregación de los santos, y formidable
sobre todos cuantos están alrededor de Él» (Salmo 89:7).
«El temor de Jehová es el principio de la
sabiduría» (Proverbios 9:10) y «sabiduría» es un uso apropiado del
«conocimiento». En tanto cuanto Dios es verdaderamente conocido será
debidamente temido. Del malvado está escrito: «No hay temor de Dios delante de
sus ojos» (Romanos 3:18). No se dan cuenta de su majestad, no se preocupan de
su autoridad, no respetan sus mandamientos, no les alarma el que los haya de
juzgar. Pero, respecto al pueblo del pacto, Dios ha prometido: « Y pondré mi
temor en el corazón de ellos, para que no se aparten de Mí» (Jeremías 32:40).
Por tanto tiemblan ante su Palabra Isaías 66: 5) y andan cuidadosamente delante
de El.
«El temor de Jehová es aborrecer el mal»
(Proverbios 8:13). Y otra vez: «Con el temor de Jehová los hombres se apartan
del mal» (Proverbios 16:6). El hombre que vive en el temor de Dios es
consciente de que «Los ojos de Jehová están en todo lugar, mirando a los malos
y a los buenos» (Proverbios 15:3), por lo que cuida de su conducta privada así
como la pública. El que se abstiene de cometer algunos pecados porque los ojos
de los hombres están sobre él, pero no vacila en cometerlos cuando está solo,
carece del temor de Dios. Asimismo el hombre que modera su lengua cuando hay
creyentes alrededor, pero no lo hace en otras ocasiones carece del temor de
Dios. No tiene una conciencia que le inspire temor de que Dios le ve y le oye
en toda ocasión. El alma verdaderamente
regenerada tiene miedo de desobedecer y desafiar a Dios. Ni tampoco quiere
hacerlo. No, su deseo real y profundo es agradar a Dios en todas las cosas, en
todo momento y en todo lugar. Su ferviente oración es: «Afianza mi corazón para
que tema tu nombre » (Salmo 86:1l).
Incluso el santo tiene que ser enseñado a
temer a Dios (Salmo 34:1l). Y aquí, como siempre es por medio de la Escritura
que se da esta enseñanza (Proverbios 2:5). Es a través de las Escrituras que
aprendemos que los ojos de Dios están siempre sobre nosotros, notando nuestras
acciones, pesando nuestros motivos. Cuando el Santo Espíritu aplica las
Escrituras a nuestros corazones, hacemos más caso de la orden: «Permanece en el
temor de Jehová todo el día» (Proverbios 23:17). Así que, en la medida en que
sentimos temor ante la tremenda majestad de Dios, somos conscientes de que «Tú
me ves» (Génesis 16:13), y «procuramos nuestra salvación con temor y temblor»
(Filipenses 2:12), nos beneficiamos verdaderamente de nuestra lectura y estudio
de la Biblia.
3. Una
mayor reverencia a los mandamientos de Dios. El pecado
entró en el mundo cuando Adán quebrantó la ley de Dios, y todos sus hijos
caídos fueron engendrados en su corrupta semejanza (Génesis 53). «El pecado es
la trasgresión de la ley» (1ª Juan 3:4). El pecado es una especie de alta
traición, una anarquía espiritual. Es la repudiación del dominio de Dios, el
poner aparte su autoridad, la rebelión contra su voluntad. El pecado es imponer
nuestra voluntad. La salvación es la
liberación del pecado, de su culpa de su poder, así como de su castigo. El
mismo Espíritu que nos hace ver la necesidad de la gracia de Dios nos hace ver
la necesidad del gobierno de Dios para regirnos. La promesa de Dios a su pueblo
del pacto es: «Pondré mis leyes en la mente de ellos, y las inscribiré sobre su
corazón y seré a ellos por Dios» (Hebreos 8:10).
A cada alma regenerada se le comunica un
espíritu de obediencia. «El que me ama guardará mis palabras» (Juan 14:23).
Aquí está la prueba: «Y en esto conocemos si hemos llegado a conocerle ' si
guardamos sus mandamientos» (1ª Juan 23). Ninguno de nosotros los guarda
perfectamente; con todo, cada cristiano verdadero desea y se esfuerza por
hacerlo. Dice con Pablo: «Me deleito en la ley de Dios en el hombre interior»
(Romanos 7:22). Dice con el salmista: «He escogido el camino de la verdad»,
«Tus testimonios he tomado por heredad para siempre» (Salmo 119:30,111). Y toda enseñanza que rebaja la autoridad de
Dios, que no hace caso de sus mandamientos, que afirma que el cristiano no
está, en ningún sentido, bajo la Ley, es del Demonio, no importa cuán
lisonjeras sean sus palabras. Cristo ha redimido a su pueblo de la maldición de
la Ley, y no de sus mandamientos: El nos ha salvado de la ira de Dios, pero no
de su gobierno. «Amarás al Señor tu Dios de todo tu corazón» no ha sido
abolido todavía.
1ª Corintios 9:21, expresamente afirma que
estamos «bajo la ley de Cristo». «El que dice que está en El, debe andar como
El anduvo» (1ª Juan 2:6). Y, ¿cómo anduvo Cristo? En perfecta obediencia a
Dios; en completa sujeción a la ley, honrándola y obedeciéndola en pensamiento,
palabra y hecho. No vino a destruir la Ley, sino a cumplirla (Mateo 5:17). Y
nuestro amor a El se expresa no en emociones placenteras o palabras hermosas,
sino guardando sus mandamientos (Juan 14:15), y los mandamientos de Cristo son
los mandamientos de Dios (véase Éxodo 20:6). La ferviente oración del cristiano
verdadero es: «Guíame por la senda de tus mandamientos, porque en ella tengo mi
complacencia» (Salmo 119:35). En la medida en que nuestra lectura y estudio de
las Escrituras, por la aplicación del Espíritu, engendra un amor mayor en
nosotros por los mandamientos de Dios y un respeto más profundo a ellos,
estamos obteniendo realmente beneficio de esta lectura y estudio.
4. Más
confianza en la suficiencia de Dios. Aquello, persona
o cosa, en que confía más un hombre, es su «dios». Algunos confían en la salud,
otros en la riqueza; otros en su yo, otros en sus amigos. Lo que caracteriza a
todos los no regenerados es que se apoyan sobre un brazo de carne. Pero, la
elección de gracia retira de nuestro corazón toda clase de apoyos de la
criatura, para descansar sobre el Dios vivo. El pueblo de Dios son los hijos de
la fe. El lenguaje de su corazón es: «Dios mío, en Ti confío; no sea yo
avergonzado» (Salmo 25:2), y de nuevo: «Aunque me matare, en El esperaré» (Job
13:15). Confían en Dios para que les proteja, bendiga y les provea de lo
necesario. Miran a una fuente invisible, cuentan con el Dios invisible, se
apoyan sobre un Brazo escondido.
Es verdad que hay momentos en que su fe
desmaya, pero aunque caen, no son echados del todo. Aunque no sea su
experiencia uniforme, en el Salmo 56: 11 se expresa el estado general de sus
almas: «En Dios he puesto mi confianza: no temeré lo que me pueda hacer el
hombre.» Su oración ferviente es: «Señor, aumenta nuestra fe». «La fe viene del
oír, y el oír, por medio de la palabra de Dios » (Romanos 10: 17). Así que, cuando se medita en la Escritura, se
reciben sus promesas en la mente, la fe es reforzada, la confianza en Dios
aumentada, la seguridad se profundiza. De este modo podemos descubrir si
estamos beneficiándonos o no de nuestro estudio de la Biblia.
5.
Mayor deleite en las perfecciones de Dios. Aquello en
lo que se deleita un hombre es su «dios». La persona mundana busca su
satisfacción en sus pesquisas, sus placeres, sus posesiones. Ignorando la
sustancia, persigue vanamente las sombras. Pero, el cristiano se deleita en las maravillosas perfecciones de Dios.
El confesar a Dios como nuestro Dios de verdad, no es sólo someterse a su
cetro, sino amarle más que al mundo, valorarle por encima de todo lo demás. Es
tener con el salmista una comprensión por experiencia de que «Todas mis fuentes
están en Ti» (Salmo 87:7). Los redimidos no sólo han recibido de Dios un gozo
tal como este pobre mundo no puede impartir sino que se «regocijan en Dios»
(Romanos 5:11) y de esto la persona mundana no sabe nada. El lenguaje de los
tales es «el Señor es mi porción» (Lamentaciones 3:24).
Los ejercicios espirituales son enojosos para
la carne. Pero, el cristiano real dice: «En cuanto a mi, el acercarme a Dios es
el bien» (Salmo 73:28). El hombre carnal tiene muchos deseos y ambiciones; el
alma regenerada declara: «¿A quién tengo yo en los cielos sino a ti? Estando
contigo nada me deleita ya en la tierra» (Salmo 73:25). Ah, lector, si tu
corazón no ha sido acercado a Dios y se deleita en Dios, entonces todavía está
muerto para El.
El lenguaje de los santos es: «Pues, aunque la
higuera no florezca, ni en las vides haya frutos, aunque falte el producto del
olivo, y los labrados no den mantenimiento, y las ovejas falten en el aprisco,
y no haya vacas en los establos; con todo, yo me alegraré en Jehová, y me
regocijaré en el Dios de mi salvación» (Habacuc 3:17,18). Ah, ésta es sin duda
una experiencia espiritual. Sí, el cristiano puede regocijarse cuando todas sus
posesiones mundanas le son quitadas (véase Hebreos 10:34). Cuando yace en una
mazmorra, con la espalda sangrando, todavía canta alabanzas a Dios (véase
Hechos 16:25). Así que, en la medida en que has sido destetado de los placeres
vacíos de este mundo, estás aprendiendo que no hay bendición aparte de Dios,
estás descubriendo que El es la fuente y suma de toda excelencia, y tu corazón
se acerca a El, tu mente está en El, tu alma encuentra su satisfacción y gozo
en El, estás realmente sacando beneficio de las Escrituras.
6. Una
mayor sumisión a la providencia de Dios. Es natural
murmurar cuando las cosas van mal; es sobrenatural el quedarse callado
(Levítico 10:3). Es natural quedar decepcionado cuando nuestros planes
fracasan; es sobrenatural inclinarse a sus instrucciones. Es natural querer uno
hacer la suya; es sobrenatural decir: «Hágase Tu voluntad, no la mía.» Es
natural rebelarse cuando un ser querido nos es arrebatado por la muerte; es
sobrenatural saber decir: «El Señor dio, el Señor quitó; sea el nombre del
Señor alabado» (Job 1:21). Cuando Dios
es verdaderamente nuestra porción, aprendemos a admirar su sabiduría, y a
conocer que El hace todas las cosas bien. Así el corazón se mantiene en
«perfecta paz», cuando la mente está en El (Isaías 26:3). Aquí, pues, hay otra
prueba segura: si tu estudio te enseña que el camino de Dios es mejor, si es
causa de que te sometas sin refunfuñar a sus dispensaciones, si eres capaz de
darle gracias por todas las cosas (Efesios 5:20), entonces estás sacando beneficio
sin la menor duda.
7. Una
alabanza más ferviente por la bondad de Dios. La
alabanza es lo que sale del corazón que encuentra satisfacción en Dios. El
lenguaje del tal es: «Bendeciré al Señor en todo tiempo; su alabanza estará
continuamente en mi boca» (Salmo 34:l). ¡Qué abundancia de causas tiene el
pueblo de Dios, para alabarle! Amados con un amor eterno, hechos hijos y
herederos, todas las cosas obrando juntamente para bien, toda necesidad
provista, una eternidad de bienaventuranza asegurada. No debería cesar nunca el
arpa de la que arrancan su alabanza. Nunca debería quedar en silencio. Ni
tampoco deben callar cuando gozan de la comunión con El, que es «altamente
suave». Cuanto más «aumentamos en el conocimiento de Dios» (Colosenses 1:10),
más le adoramos. Pero, es sólo cuando la Palabra mora en nosotros en abundancia
que estamos llenos de cánticos espirituales (Colosenses 3:16) y hacemos melodía
en nuestros corazones al Señor. Cuando más nuestras almas son atraídas a la
verdadera adoración, más nos encontramos dando gracias y alabando a nuestro
gran Dios, clara evidencia de que estamos beneficiándonos del estudio de su
Palabra.
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