Los beneficios de la lectura de la Biblia
Por: A. W. Pink
Por: A. W. Pink
Las Escrituras y la Oración
Un cristiano que no ora es simplemente una
contradicción. Como el niño que nace muerto es un niño muerto, un
creyente profeso que no ora está desprovisto de vida espiritual. La oración
es el respirar de la nueva naturaleza del creyente, como la Palabra de Dios es
su alimento. Cuando el Señor dijo al discípulo de Damasco que Saulo de Tarso se
había convertido de veras, le dijo: «He aquí, Saulo ora» (Hechos 9: 11). En
muchas ocasiones el altivo fariseo había doblado sus rodillas ante Dios y había
cumplido sus «devociones», pero esta vez era la primera vez que «oraba». Esta
importante distinción debe ser subrayada en este día de fórmulas sin poder (2ª
Timoteo 3:5). Aquellos que se contentan con dirigirse a Dios de modo formal no
le conocen; porque «el espíritu de gracia, el de suplicación» (Zacarías 12:
10), no se separan nunca. Dios no tiene hijos en su familia regenerada que sean
mudos. «¿No vengará Dios a sus escogidos que claman a El de noche y de día?»
(Lucas 18:7). Sí, «claman» a El, no meramente «rezan» sus oraciones.
Pero es probable que el lector se sorprenda
cuando siga leyendo que el autor cree que, probablemente, el propio pueblo de Dios ¡peca más en sus esfuerzos para orar que en
relación con ningún otro objetivo en que se ocupa! ¡Qué hipocresía hay en
la oración, cuando debería haber sinceridad! ¡Qué exigencias tan presuntuosas,
cuando debería haber sumisión! ¡Qué formalismo, cuando tendría que haber
corazones quebrantados! ¡Cuán poco sentimos realmente los pecados que
confesamos, y qué poco sentido de la profunda necesidad de su misericordia! E
incluso cuando Dios consiente en librarnos de estos pecados, hasta cierto
punto, qué frialdad en el corazón, qué incredulidad, cuánta voluntad propia y
autocomplacencia. Los que no tienen perceptividad para estas cosas son extraños
al espíritu de la santidad.
Ahora
bien, la Palabra de Dios debería dirigirnos en oración. Por desgracia, cuán a
menudo hacemos que nuestra inclinación carnal sea la que dirige nuestras
peticiones. Las Sagradas Escrituras nos han sido dadas
para que «el hombre de Dios sea enteramente apto, bien pertrechado para toda
buena obra» (2ª Timoteo 3:17). Como que debemos «orar en el Espíritu» (Judas
20), se sigue que nuestras oraciones tienen que estar de acuerdo considerando
que El es el autor de ellas. Se sigue también que según la medida en que la
Palabra de Cristo mora en nosotros en «abundancia» (Colosenses 3:16), o
escasamente, más (o menos) estarán nuestras peticiones en armonía con la mente
del Espíritu, porque «de la abundancia del corazón habla la boca» (Mateo
12:34). En la medida en que atesoramos la
Palabra de Dios en nuestro corazón, y ésta limpia, moldea y gobierna nuestro
hombre interior, serán nuestras oraciones aceptables a la vista de Dios.
Entonces podemos decir, como dijo David en otro sentido: «Todo es tuyo y de lo
recibido de tu mano te damos» (1ª Crónicas 29:14).
Así que la
pureza y el poder de nuestra vida de oración son otro índice por el cual
podemos decidir la extensión de los beneficios que sacamos de la lectura y
estudio de las Escrituras. Si nuestro estudio de la Biblia, bajo la bendición
del Espíritu, no nos resarce del pecado de la falta de oración, revelándonos el
lugar que la oración debe ocupar en nuestra vida diaria, y en realidad no nos
lleva a pasar más tiempo en el lugar secreto con el Altísimo; si no nos enseña
cómo orar de modo más aceptable a Dios, cómo hacer nuestras sus promesas y
reclamarlas, cómo apropiarnos sus preceptos y hacer de ellos nuestras
peticiones, entonces, no sólo no nos ha servido para enriquecer el alma el
tiempo que hemos pasado leyendo y meditando la Palabra, sino que el mismo
conocimiento que hemos adquirido de la letra, servirá para nuestra condenación
en el día venidero. «Sed hacedores de la Palabra, no solamente oidores,
engañándoos a vosotros mismos» (Santiago 1:22). Se aplica a sus amonestaciones a
la oración y a todo lo demás. Veamos ahora siete diferentes criterios.
1. Nos
beneficiamos de las Escrituras cuando nos ayudan a comprender la importancia
profunda de la oración. Es de temer que muchos lectores de la Biblia de hoy
(y aun estudiosos) no tienen convicciones profundas de que una vida de oración
definida es absolutamente necesaria para andar y comunicar con Dios, como lo es
para la liberación del poder del pecado, las seducciones del mundo o los
asaltos de Satán. Si esta convicción realmente poseyera sus corazones, ¿no
pasarían más tiempo con el rostro delante de Dios? Es inútil, si no peor,
replicar: «Hay una gran cantidad de obligaciones que tengo que cumplir y ocupan
el tiempo que usaría para la oración, a pesar de que me gustaría hacerla». Pero,
queda el hecho que cada uno de nosotros pone tiempo aparte para lo que
consideramos es imperativo. ¿Quién vive una vida más activa que la que vivió
nuestro Salvador? A pesar de ello encontró mucho tiempo para la oración. Si
verdaderamente deseamos ser intercesores y hacer súplicas ante Dios y usamos en
ello todo el tiempo disponible que tenemos ahora, El ordenará las cosas de modo
que tendremos más tiempo.
La falta de convicción positiva en la profunda
importancia de la oración se evidencia claramente en la vida corporativa de los
cristianos profesos. Dios ha dicho sencillamente: «Mi casa será llamada casa de
oración» (Mateo 21:13). Notemos: no «casa de predicación o de cánticos», sino
de oración. Sin embargo, en la gran mayoría de las iglesias, incluso dentro de
la ortodoxia, el ministerio de la oración ha pasado a ser negligible. Hay
todavía campañas evangelísticas, Convenciones de enseñanza de la Biblia, pero
cuán raramente se oye de dos semanas puestas aparte para oraciones especiales.
Y ¿qué beneficio proporcionan estas «Convenciones de la Biblia» a las iglesias
si su vida de oración no es reforzada? Pero, cuando el Espíritu de Dios aplica
con poder en nuestros corazones palabras como: «Velad y orad, para que no
entréis en tentación» (Marcos 14: 38); «En toda suplicación y ruego y acción de
gracias sean notorias vuestras peticiones delante de Dios» (Filipenses 4:6);
«Perseverad en la oración, velando en ella con acción de gracias» (Colosenses
4:2), entonces nos beneficiamos de las Escrituras.
2. Nos
beneficiamos de las Escrituras cuando nos hacen sentir que no sabemos bastante
cómo orar. «No sabéis pedir como conviene» (Romanos 8:26). ¡Cuán pocos
cristianos creen esto verdaderamente! La idea más común es que la gente sabe
bastante bien lo que debe pedir, sólo que son descuidados o son malos, y dejan
de orar por lo que saben bien que es su deber. Pero, este concepto discrepa por
completo de la declaración inspirada de Romanos 8:26. Hay que observar que
observar que esta afirmación que humilla a la carne, no se hace sobre los
hombres en general, sino de los santos de Dios en particular, entre los cuales
el apóstol no vacila en incluirse el mismo: «No sabemos lo que hemos de pedir
como conviene». Si ésta es la condición del hombre regenerado, mucho peor será
la de no regenerado. Con todo, una cosa es leer y asentir mentalmente lo que
dice el versículo, y otra tener una comprensión de experiencia, porque para que
el corazón sienta lo que Dios requiere de nosotros. El mismo debe obrarlo en
nosotros y por medio de nosotros.
Digo mis oraciones
con frecuencia,
Pero, ¿oro en
verdad?
Y van los deseos de
mi corazón,
¿Conforme a las
palabras?
Lo mismo serviría
arrodillarme
Y adorar a una
piedra,
Que ofrecer a Dios
como plegaria
Nada más que
palabras,
Y labios que se
mueven.
Ya hace muchos años que mí madre me hizo
aprender de memoria estas líneas -la cual ya «está presente ahora en el Señor»,
pero su mensaje, vivo todavía, me martillea la mente. El cristiano no puede orar a menos que el Espíritu Santo se lo haga posible,
lo mismo que no puede crear un mundo. Esto ha de ser así, porque la oración
real es una necesidad sentida que ha sido despertada en nosotros por el
Espíritu, de modo que pedimos a Dios, en el nombre de Cristo, aquello que está
de acuerdo con su santa voluntad. «Y ésta es la confianza que tenemos ante él,
que si pedirnos alguna cosa conforme a su voluntad, él nos oye» (1ª Juan 5:14).
Pero, el pedir algo que no es conforme a la voluntad de Dios no es orar, sino
atrevimiento. Es verdad que Dios nos revela su voluntad, y la podemos conocer a
través de su Palabra, sin embargo, no es de la manera que un libro de cocina
nos da recetas culinarias para la preparación de platos. Las Escrituras
frecuentemente enumeran principios que requieren un continuo ejercicio del
corazón y ayuda divina para que veamos su aplicación a los diferentes casos y
circunstancias. De modo que nos beneficiamos de las Escrituras cuando
aprendemos en ellas nuestra profunda necesidad de clamar «Señor, enséñanos a
orar» (Lucas 11: 1) y nos vemos constreñidos a pedirle a El espíritu de
oración.
3. Nos
beneficiamos de las Escrituras cuando nos damos más cuenta de nuestra necesidad
de la ayuda del Espíritu. Primero, que nos haga conocer nuestras verdaderas
necesidades. Tomemos, por ejemplo, nuestras necesidades materiales. Con cuánta
frecuencia nos hallamos en una situación externa difícil; las cosas nos
oprimen, y deseamos ser librados de estas tribulaciones y dificultades. Sin
duda, pensamos que aquí sabemos «qué» es lo que tenemos que pedir. De ninguna
manera y, al contrario, la verdad es que a pesar de nuestros deseos de alivio,
somos tan ignorantes, nuestro discernimiento está tan embotado, que (incluso
cuando se trata de una conciencia acostumbrada) no sabemos qué clase de
sumisión a su agrado Dios puede requerir, o cómo podemos santificar estas
aflicciones para nuestro bien interior. Por tanto, Dios considera las
peticiones de muchos que claman pidiendo ayuda sobre cosas externas «aullidos»,
y no clamar a El con el corazón (ver Oseas 7:14). «Porque ¿quién sabe lo que es
bueno para el hombre en la vida?» (Eclesiastés 6:12). Ah, la sabiduría
celestial es necesaria para enseñarnos sobre nuestras «necesidades» temporales,
a fin de hacer de ellas un asunto de oración según la mente de Dios.
Quizá puedan añadirse unas pocas palabras a lo
que ya se ha dicho. Podemos pedir sobre cosas temporales escrituralmente (Mateo
6:11, etc.), pero con una triple limitación. Primero, de modo incidental y no
de modo primario, porque no son éstas las cosas de las que se preocupan los
cristianos de modo principal (Mateo 6:33). Las cosas que deben buscarse primero
y sobre todo, son las cosas celestiales y eternas (Colosenses 3:l), mucho más
importantes y valiosas que las temporales. Segundo, de modo subordinado, como
medio para un fin. El buscar cosas
materiales de Dios no ha de ser a fin de conseguir satisfacción, sino como una
ayuda para agradarle más. Tercero, de modo sumiso, no imperioso, porque
esto sería el pecado de presunción. Además, no sabemos si el que se nos
concediera gracia sobre algo temporal contribuiría realmente a nuestro
bienestar supremo (Salmo 106:18) y por tanto debemos dejarle a Dios que decida.
Tenemos necesidades interiores también, además
de las exteriores. Algunas pueden ser discernidas a la luz de la conciencia,
tales como la culpa y la impureza del pecado, los pecados contra la luz y la
naturaleza y la simple letra de la ley. Sin embargo, el conocimiento que
tenemos de nosotros mismos por medio de la conciencia es tan oscuro y confuso que,
aparte del Espíritu, no somos capaces de descubrir la verdadera fuente de
purificación. Las cosas sobre las cuales los creyentes tienen que tratar
primariamente con Dios en sus súplicas son el esta y la disposición de su alma,
o sea espiritual. Por eso, David no estaba satisfecho con confesar las
transgresiones que conocía y su pecado original (Salmo 51:1-5), sino que
dándose cuenta de que no puede entender bien sus propios errores, desea ser
limpiado de los «errores ocultos» (Salmo 19:12); pero le pide también a Dios
que emprenda una búsqueda de su corazón para encontrar lo que pueda escapársele
(Salmo 139:23,24), sabiendo que Dios requiere principalmente «verdad en lo
íntimo» (Salmo 51: 6). Así que en vista de (1ª Corintios 2:10-12, deberíamos
buscar la ayuda del Espíritu para que podamos pedir de modo aceptable a Dios.
4. Estamos
beneficiándonos de las Escrituras cuando el Espíritu nos enseña el recto
propósito de la oración. Dios ha establecido la ordenanza de la oración por
lo menos con un triple designio. Primero, que el Dios Trino sea honrado, porque
la oración es un acto de adoración, rendición de homenaje; al Padre como Dador,
en el nombre del Hijo por medio del cual únicamente podemos acercarnos a El, a
través del poder que nos impulsa. y dirige del Espíritu Santo. Segundo: para
humillar nuestros corazones, porque la oración está ordenada para traernos a un
lugar de dependencia, para desarrollar en nosotros un sentimiento de nuestra
insignificancia, al admitir que sin el Señor no podernos hacer nada, y que
somos como mendigos pidiendo todo lo que somos y tenemos. Pero, cuán débilmente
se cumple esto (si es que :se cumple) en nosotros, hasta que el Espíritu nos
lleva de la mano, quita nuestro orgullo, y da a Dios el verdadero lugar en
nuestros corazones y pensamientos. Tercero, como un medio de obtener para
nosotros mismos las cosas buenas que pedimos.
Es de
temer que una de las principales razones por las que muchas oraciones quedan
sin contestar es que tenemos un objetivo equivocado o sin valor.
Nuestro Salvador dice: «Pedid y recibiréis»
(Mateo 7:7); pero Santiago afirma de algunos que «Pedís y no recibís, porque
pedís mal, para gastar en vuestros deleites». (Santiago 43). El orar pidiendo
algo, pero no de modo expreso con miras a aquello para lo cual Dios lo ha
designado, es «pedir mal»; y por tanto sin propósito eficaz. Toda la confianza
que tenemos en nuestra propia sabiduría e integridad, si se nos deja proseguir
nuestros objetivos nunca se ajustará a la voluntad de Dios. Hasta que el
Espíritu restringe a la carne en nosotros, nuestros afectos propios naturales
desordenados interfieren con nuestras súplicas, á las hacen inservibles. «Todo
lo que hacéis, hace lo para la gloria de Dios» (1ª Corintios 10:31), sin
embargo, nadie excepto el Espíritu puede hacer que nos subordinemos en nuestros
deseos a la gloria de Dios.
5. Nos
beneficiamos de las Escrituras cuando nos enseñan a reclamar las promesas de
Dios. La oración debe ser hecha con fe (Romanos 10: 14), de lo contrario
Dios no la escuchará. Ahora bien, la fe tiene respeto a las promesas de Dios
(Hebreos 4:1; Romanos 4:21); si, por tanto, no comprendemos qué es lo que Dios
ha prometido, no podemos orar. «Las cosas secretas pertenecen a Jehová, nuestro
Dios» (Deuteronomio 29:29), pero la declaración de su voluntad y la revelación
de su gracia nos pertenecen, y son nuestra regla. No hay nada que podamos
necesitar que Dios no se haya comprometido a proporcionárnoslo, si bien de tal
forma y bajo tales limitaciones que aseguren que será para nuestro bien y nos
serán útiles. Por otra parte, nada hay que Dios haya prometido, que no tengamos
necesidad de ello, o que de una manera u otra no nos afecte como miembros del
cuerpo místico de Cristo. Por ello, cuanto
mejor estemos familiarizados con las promesas divinas, y cuanto más
comprendamos sus bondades, gracia y misericordia preparadas y propuestas en
ellas, mejor equipados estamos para orar de modo aceptable.
Algunas de las promesas de Dios son generales
más bien que específicas; algunas son condicionales, otras incondicionales,
algunas se cumplen en esta vida, otras en la vida venidera. Tampoco podemos
nosotros discernir por nuestra cuenta qué promesa es más apropiada para nuestro
caso particular y la situación presente, o cómo apropiarla por fe y reclamarla
rectamente de Dios. Por tanto, se nos dice de modo explícito: «Porque ¿quién de
los hombres sabe las cosas del hombre, sino el espíritu del hombre que está en
él? Así tampoco nadie conoce las cosas de Dios, sino el Espíritu de Dios. Y
nosotros no hemos recibido el espíritu del mundo, sino el Espíritu que proviene
de Dios, para que sepamos lo que Dios nos ha otorgado gratuitamente.» (1ª
Corintios 2:11,12). Si alguien contestara: si se requiere tanto para que una
oración sea aceptable, si no podemos presentar peticiones a Dios con menos
molestia de la que se indica, habrá pocos que quieran persistir durante algún tiempo
en este deber», lo único que podríamos decirle es que esta persona no tiene la
menor idea de lo que es orar ni parece tener interés en saberlo.
6. Nos
beneficiamos de las Escrituras cuando nos llevan a una completa sumisión a Dios.
Como se dijo antes, uno de los propósitos divinos al establecer la oración como
una ordenanza es para ayudarnos a sentirnos humildes. Esto se muestra
exteriormente cuando doblamos las rodillas ante el Señor. La oración es un
reconocimiento de nuestra impotencia, un mirar a Dios de quien esperamos ayuda.
Es admitir su suficiencia para suplir nuestra necesidad. Es el hacer conocidas
nuestras «peticiones» (Filipenses 4:6) a Dios; pero peticiones es algo muy
distinto de «requerimientos». «El trono de la gracia no existe para que
nosotros podamos acudir a él para obtener satisfacciones de nuestras pasiones»
(Wm. Gurnall). Hemos de presentar nuestro caso delante de Dios, pero dejar que
su sabiduría superior prescriba la forma de decidirlo. No debe haber intentos de imposición, ni podemos «reclamar» nada de
Dios, porque somos como mendigos dependientes de su misericordia. En todas nuestras peticiones debemos añadir:
«Sin embargo, hágase tu voluntad, no la mía».
Pero, ¿no puede la fe presentar a Dios sus
promesas y esperar una respuesta? Ciertamente; pero debe ser la respuesta de
Dios. Pablo pidió a Dios que le quitara la espina de la carne tres veces; pero
en vez de hacerlo el Señor le dio gracia para sobrellevarla (2ª Corintios 12).
Muchas de las promesas de Dios son generales, en vez de personales. Ha
prometido pastores, maestros Y evangelistas a su Iglesia, y con todo hay muchos
grupos de creyentes que languidecen por falta de ellos. Algunas de las promesas
de Dios son indefinidas y generales en vez de absolutas y universales: como por
ejemplo, en Efesios 6:2,3. Dios no se ha obligado a dar nada de modo
específico, a conceder la cosa particular que pedimos, incluso cuando pedimos
con fe. Además, El se reserva el derecho de decidir el momento y sazón para
concedernos sus misericordias. «Buscad a Jehová todos los humildes de la
tierra, los que pusisteis por obra sus ordenanzas; buscad la justicia, buscad
la mansedumbre; quizá quedaréis resguardados en el día del enojo de Jehová.»
(Sofonías 2:3). Por el hecho de que «quizá» Dios me conceda una misericordia
temporal determinada, es mi deber presentarme ante El y pedirla, sin embargo,
debo estar sumiso a su voluntad para la concesión de la misma.
7. Estamos
beneficiándonos de las Escrituras cuando la oración se vuelve un gozo real y
profundo. El mero «decir nuestras oraciones» cada mañana y noche es una
tarea pesada, un deber que debe ser cumplido que nos hace dar un suspiro de alivio
cuando hemos terminado. Pero el presentarnos realmente ante la presencia de
Dios, para contemplar la gloriosa luz de su faz, para estar en comunión con El
en el propiciatorio, es un anticipo de la bienaventuranza eterna que nos
aguarda en el cielo. Quien es bendecido con esta experiencia dice con el
salmista: «El acercarme a Dios es el bien». (Salmo 73:8.) Sí, bien para el
corazón, porque le da paz; bien para la fe, porque la fortalece; bien para el
alma, porque la bendice. Es la falta de
esta comunión del alma con Dios que se halla a la raíz de la falta de respuesta
a nuestras oraciones: «Pon asimismo tu delicia en Jehová, y él te concederá
las peticiones de tu corazón.» (Salmo 37:4.)
¿Qué es lo que, bajo la bendición del
Espíritu, produce este gozo en la oración? Primero, es el deleite del corazón
en Dios como el Objeto de la oración, y particularmente el reconocer y
comprender que Dios es nuestro Padre. Así que, cuando los discípulos pidieron
al Señor Jesús que les enseñara a orar, dijo: «Vosotros, pues, oraréis así:
Padre nuestro que estás en los cielos.» Y luego: «Dios envió a vuestros
corazones el Espíritu de su Hijo, el cual clama: ¡Abba, o sea, Padre!» (Gálatas
4:6), que incluye un deleite filial, santo en Dios, como los hijos tienen
deleite en sus padres cuando se dirigen con afecto a ellos. Y de nuevo, en
Efesios 2:18, se nos dice para fortalecer la fe y consuelo de nuestros
corazones: «Porque por medio de él los unos y los otros tenemos acceso por un
mismo Espíritu al Padre.» ¡Qué paz, qué seguridad, qué libertad da esto al
alma: saber que nos acercamos a nuestro Padre!
Segundo. El gozo en la oración es incrementado
porque el corazón capta el alma y contempla a Dios en el trono de gracia: una
vista o perspectiva, no por imaginación de la carne, sino por iluminación
espiritual, porque es por fe que «vemos al Invisible» (Hebreos 11:27); la fe es
«la evidencia de las cosas que no se ven» (Hebreos 11: l), hace evidente y
presente su objeto propio a los ojos de los que creen. Esta visión de Dios en
su «trono» tiene que conmover el alma. Por tanto se nos exhorta: «Acerquémonos,
pues, confiadamente al trono de la gracia, para alcanzar misericordia y hallar
gracia para el oportuno socorro» (Hebreos 4:16).
Tercero. Del versículo anterior sacamos también
que la libertad y el deleite en la oración son estimulados por ver que, Dios,
por medio de Jesucristo, está dispuesto a dispensarnos gracia y misericordia a
los pecadores suplicantes. No tenemos que vencer ninguna resistencia suya. Dios
está más dispuesto a dar que nosotros a recibir. Así se le presenta en Isaías
30:18: «Con todo esto, Jehová aguardará para otorgaros su gracia.» Sí, Dios
aguardará a que le busquemos; aguardará a que los fieles echen mano de su
disposición para bendecir. Su oído está siempre atento al clamor del justo. Por
tanto «acerquémonos con corazón sincero, en plena certidumbre de fe» (Hebreos
10:22); «sean presentadas vuestras peticiones delante de Dios, mediante oración
y ruego con acción de gracias y la paz de Dios, que sobrepasa a todo
entendimiento, guardará vuestros corazones y vuestros pensamientos en Cristo
Jesús» (Filipenses 4:6, 7).
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