Los beneficios de la lectura de la Biblia
Por: A. W. Pink
Por: A. W. Pink
Las Escrituras y las Promesas
Las
promesas divinas dan a conocer lo que constituye la buena voluntad de Dios para
su pueblo para concederle las riquezas de su gracia.
Son el testimonio externo de su corazón, que desde la eternidad los ama y ha
preordenado todas las cosas para ellos y referente a ellos. En la persona y
obra de su Hijo, Dios ha hecho una provisión completa para su salvación, tanto
en el tiempo como en la eternidad. A fin de que puedan tener un conocimiento
espiritual, claro y verdadero del mismo, ha complacido al Señor ponerlo delante
de ellos en las maravillosas y grandes promesas que están esparcidas por todas
las Escrituras como otras tantas y gloriosas estrellas en el glorioso
firmamento de la gracia; por medio de las cuales puedan recibir la seguridad de
la voluntad de Dios en Jesucristo respecto a ellos, y tomar santuario en El
respecto a estas promesas, y por este medio tener una comunión real con El en
su gracia y misericordia en todo tiempo, no importa cuáles sean su caso o
circunstancias.
Las promesas divinas son otras tantas
declaraciones para conceder algún bien o eliminar algún mal. Como tales son un
bendito hacer, conocer y manifestar el amor de Dios para su pueblo. Hay tres
pasos en relación con el amor de Dios: primero, su propósito interno de
ejercitarlo; el último, la real ejecución de este propósito; pero en medio hay
el dar a conocer este propósito a los beneficiarios del mismo. En tanto que el
amor está escondido nadie puede ser confortado por el mismo. Ahora bien, Dios
que es «amor» no sólo ama a los suyos y no sólo les manifestará su amor con
plenitud a su debido tiempo, sino que entretanto nos tiene informados de sus
benevolentes designios, para que podamos descansar reposados en su amor, y
sentirnos confortado! por sus promesas seguras. Por ello podemos: decir: «¡Cuán
preciosos me son, oh Dios, tus pensamientos! ¡Cuán grande es la suma de ellos!»
(Salmo 139:17).
En 2ª Pedro 1:4, se habla de las promesas
divinas como'«preciosas y grandísimas ». Como dijo Spurgeon: «La grandeza y la
preciosidad van raramente juntas, pero en este caso van unidas en un grado muy
elevado.» Cuando Jehová se complace en abrir su boca y revelar su corazón, lo
hace de una manera digna de El, en palabras de poder y riqueza superlativas.
Para citar de nuevo al querido pastor de Londres: «Vienen del gran Dios, van a
grandes pecadores, obran grandes resultados, y tratan de asuntos de gran
importancia.» Mientras que el intelecto natural es capaz de percibir buena
parte de su grandeza, sólo los que tienen el corazón renovado pueden saborear
su inefable preciosidad, y decir con David: «Cuán dulces son a mi paladar tus palabras,
más que la miel a mi boca» «Salmo 119:103).
1. Nos
beneficiamos de la Palabra, cuando percibimos á quienes pertenecen las
promesas. Están disponibles sólo para aquellos que son de Jesús. «Porque todas las promesas del Señor Jesús son en él, sí, y en el,
Amén» (2ª Corintios 1:20). No puede haber relación entre el Dios Trino y la
criatura pecadora, excepto por medio de un Mediador que le ha satisfecho a
favor nuestro. Por tanto este Mediador debe recibir de Dios todo el bien para
su pueblo, y ellos deben recibirlo, de segunda mano, procedente de El. Un
pecador puede pedir a un árbol con la misma eficacia que si pidiera a Dios si
es que desprecia y rechaza a Cristo.
Tanto las promesas como las cosas prometidas
son entregadas al Señor Jesús y transmitidas a los santos a través de El. «Y
ésta es la promesa que El nos hizo, la vida eterna.» (1ª Juan 2:25), y cómo la
misma epístola nos dice: «Y esta vida está en su Hijo» (5:11). Siendo así, ¿qué
bien pueden sacar aquellos que no están todavía en Cristo? Ninguno. Una persona
que no está en contacto con Jesús no recibe el favor de Dios, sino al
contrario, está bajo su Ira; su porción no son las promesas divinas, sino las
advertencias y amenazas. Es una solemne consideración el que aquellos que están
«sin Cristo», «están excluidos de la ciudadanía de Israel, y son extranjeros en
cuanto a los pactos de la promesa, sin esperanza y sin Dios en el mundo«
(Efesios 2:12). Sólo los hijos de Dios son «los hijos de la promesa» (Romanos
9:8). Asegúrate, lector amigo, de que tú eres uno de ellos.
¡Cuán terrible, pues, es la ceguera y cuán
grave es el pecado de aquellos predicadores que indiscriminadamente aplican las
promesas de Dios a los salvos y a los no salvos! No sólo están quitando el «pan
de los hijos», y echándolo a los perritos», sino que están «adulterando la
palabra de Dios» (2ª Corintios 4:2) y engañando a las almas inmortales. Y
aquellos que escuchan y les prestan atención son pocos menos culpables, porque
Dios les hace a todos responsables de escudriñar las Escrituras por sí mismos,
y poner a prueba todo lo que leen u oyen, bajo este criterio infalible. Si son
demasiado perezosos para hacerlo, y prefieren seguir a ciegas a sus guías
ciegos entonces que su sangre sea sobre su cabeza. La verdad ha de ser «comprada»
(Proverbios 23:23) y aquellos que no están dispuestos a pagar el precio deben
quedarse sin ella.
2. Nos
beneficiamos de la Palabra, cuando trabajamos para hacernos nuestras las
promesas de Dios. Para conseguirlo primero debemos
tomarnos el trabajo de familiarizarnos realmente con ellas. Es sorprendente cuántas promesas hay en las
Escrituras, de las que los santos no tienen la menor idea, mucho más, por
cuanto ellas son el peculiar tesoro de los creyentes, la sustancia de la
herencia de fe que reside en ellos. Verdaderamente, los cristianos ya son
los recipientes de bendiciones maravillosas, sin embargo, el capital de su
riqueza, lo más importante de su patrimonio, está sólo en el futuro. Han
recibido un anticipo, pero la mejor parte de lo que Cristo tiene para ellos se
halla todavía en la promesa de Dios. Cuán diligentes, pues, deberíamos ser en
el estudio de su testamento, y última voluntad, familiarizándose con las buenas
nuevas que el Espíritu «ha revelado» (1ª Corintios 2:10) y procurando hacer
inventario de sus tesoros espirituales.
No sólo
debo buscar en las Escrituras para encontrar lo que me ha sido entregado por
medio del pacto eterno, sino también meditar sobre las promesas, revisarlas una
y otra vez mentalmente y pedir a Dios que me dé entendimiento espiritual de las
mismas. La abeja no podría extraer miel de las flores
si sólo se limitara a contemplarlas. Tampoco el cristiano sacará ningún
consuelo o fuerza de las divinas promesas hasta que su fe eche mano y penetre
el corazón de las promesas. Dios no nos ha dado la seguridad que el indulgente
será alimentado, sino que ha declarado: «el alma de lo diligentes será
prosperada» (Proverbios 13:4). Por tanto, Cristo dijo: «Trabajad no por la
comida que perece, sino por la comida que permanece para vida eterna» (Juan
6:27). Sólo cuando la promesas son atesoradas en la mente, el Espíritu nos las
recuerda en aquellos momentos de desmayo cuando más las necesitamos.
3. Nos
beneficiamos de la Palabra cuando re conocemos el bendito alcance de las
promesas de Dios. «Hay como una afectación que impide
a algunos cristianos el vivir y explorar la religión como algo que pertenece a
lo común y corriente de la vida. Es para ellos algo trascendental y de ensueño;
más bien una creación piadosa más o menos irreal, que una cosa de hechos,
tangible Creen en Dios, a su manera, para las cosas espirituales, y para la
vida futura; pero se olvidan totalmente que la verdadera piedad tiene la
promesa de la vida presente, lo mismo que la venidera. Para ellos sería casi
una profanación el orar acerca de los pequeños negocios y asuntos de la vida.
Quizá se sorprenderían si me atreviera a sugerirles que esto hace dudosa la
realidad de su fe. Si no puede darles apoyo en las pequeñas tribulaciones de la
vida, ¿les va a ser de algún valor en las grandes tribulaciones de la muerte?»
(C. H. Spurgeon.)
«La piedad para todo aprovecha, pues tiene
promesa de esta vida presente y de la venidera» (1ª Timoteo 4:8). Lector,
¿crees esto, que las promesas de Dios cubren todos los aspectos y particulares
de tu vida diaria? ¿0 quizá te han descarriado los «dispensacionalistas»,
haciéndote creer que el Antiguo Testamento pertenece sólo a los judíos,
carnales, y que «nuestras promesas» se refieren sólo a las cosas espirituales y
no a las materiales? ¡Cuántos cristianos han obtenido consuelo de «no te dejaré
ni te desampararé»I (Hebreos 13:5). Bueno, pues, esto no es más que una cita
que procede de Josué 1: 5. De la misma manera, 2ª Corintios 7:1 habla de
«teniendo estas promesas», pero una de ellas, referida en 6:18, ¡se encuentra
en el libro de Levítico!
Quizás alguien preguntará: «¿Dónde se puede
establecer una línea divisoria? ¿Cuáles promesas del Antiguo Testamento me
pertenecen de modo legítimo?» Como respuesta vemos que el Salmo 84: 11 declara:
«Porque sol y escudo es Jehová Dios; gracia y gloria dará Jehová. No quitará el
bien a los que andan en integridad.» Si tú andas realmente «en integridad»
estás autorizado para apropiarte esta bendita promesa y contar con que el Señor
te dará «gracia y gloria y el bien» que requieras de El. «Mi Dios suplirá a
todas vuestras necesidades» (Filipenses 4:19). Por tanto si hay una promesa en alguna parte de su Palabra que se
ajusta a tu caso y situación presente, hazla tuya como apropiada a tu «necesidad».
Resiste firmemente todo intento de Satán de robarte alguna parte de la Palabra
del Padre.
4. Nos
beneficiamos de la Palabra cuando hacernos una distinción apropiada entre las
promesas de Dios. Muchos cristianos son culpables de
hurto espiritual, por lo cual quiero decir que se apropian algo que no les
pertenece, pero que pertenece a otro. «Algunos acuerdos del pacto hecho con el
Señor Jesús en cuanto a sus elegidos y redimidos, no están sujetos a ninguna
condición por lo que se refiere a nosotros; pero muchas otras valiosas promesas
del Señor contienen estipulaciones que deben ser atendidas cuidadosamente, pues
de otro modo no podemos obtener la bendición. Una parte de la diligente
búsqueda del lector debe dirigirse a este punto tan importante. Dios guardará
la promesa que te ha hecho; con tal que tú tengas cuidado de observar las
condiciones en que se te ha hecho el acuerdo. Sólo cuando cumplimos los
requisitos de una promesa condicional podemos esperar que la promesa nos sea
cumplida» (C. H. Spurgeon).
Muchas de las promesas divisas son dirigidas a
personas o tipos de personas específicos, o, hablando con más precisión, a
gracias particulares. Por ejemplo, en le Salmo 25:9, el Señor declara que El
«encaminará a los humildes por el juicio», pero si estoy fuera de comunión con
El, si estoy siguiendo el curso «de mi voluntad propia, si mi corazón es
altivo, entonces no estoy justificado si me apropio el consuelo de este
versículo. Otra vez, en Juan 15:7, el Señor nos dice: «Si permanecéis en mí, y
mis palabras permanecen en vosotros, pedid todo lo que queráis y os será
hecho.» Pero, si no estoy en comunión de
experiencia con El, sí sus mandamientos no regulan mi conducta, mis oraciones
no van a ser contestadas. Aunque las promesas proceden de la pura gracia,
hemos de recordar siempre que la gracia reina «por medio de la justicia»
(Romanos 5:21) y que nunca es puesta de lado la responsabilidad humana. Si no hago caso de las leyes que se refieren
a la higiene, no debo sorprenderme si la enfermedad me impide disfrutar de
muchas de sus misericordias temporales: de la misma manera, si dejo de lado sus
preceptos sólo puedo acusarme a mí mismo si dejo de recibir el cumplimiento de
muchas de sus promesas.
Que nadie piense que con sus promesas Dios se
ha obligado a no hacer caso de los requerimientos de su santidad: El nunca
ejerce ninguna de sus perfecciones a expensas de otra. Y no nos imaginemos que
Dios magnificaría la obra sacrificial de Cristo si concediera los frutos de la
misma a almas descuidadas e impenitentes. Hay un equilibrio de la verdad que
debe ser preservado aquí; que por desgracia se pierde con frecuencia y bajo la
idea de exaltar la gracia divina los hombres son «conducidos a la lascivia».
Con cuánta frecuencia se cita el versículo: «Llámame en el día de la angustia:
yo te libraré» (Salmo 50:15). Pero el versículo empieza con «Y», y antes de las
precedentes palabras dice al final del versículo anterior: «Paga tus votos al
Altísimo». Otra vez, con qué frecuencia se hace énfasis en «Te haré entender y
te enseñaré el camino en que debes andar; sobre ti fijaré mis ojos». (Salmo
32:8) por parte de personas que no prestan atención al contexto. Y en este
caso, tenemos una promesa de Dios a aquel que ha confesado su «transgresión» al
Señor (versículo 5). Si, pues, no he confesado el pecado que tengo en la
conciencia, y me he apoyado en la carne o buscado la ayuda de mi prójimo en vez
de procurarme la de Dios (Salmo 62:5), entonces no tengo derecho a contar con
la guía divina y su ojo fijo en mí -puesto que esto implica que estoy andando
en íntima comunión con El, porque no puedo ver el ojo de otro si está lejos de
mí.
5. Nos
beneficiamos de la Palabra cuando nos hace posible que las promesas de Dios
sean nuestro apoyo y fortaleza. Esta es una de las
razones por las que El nos las ha dado; no sólo manifestar su amor haciéndonos
conocer sus designios benévolos, sino también consolar nuestros corazones y
desarrollar nuestra fe. Si le hubiera agradado, Dios podría habernos concedido
sus bendiciones sin habérnoslo hecho saber. El Señor podría habernos concedido
su misericordia, que necesitamos, sin haberse comprometido a hacerlo. Pero, en
este caso no habríamos sido creyentes; la fe sin una promesa sería como un pie
sin suelo en qué apoyarse. Nuestro tierno Padre planeó que gozáramos de sus
dones por partida doble: primero por la fe, después en el goce directo de lo
concedido. De este modo aparta nuestros corazones sabiamente de las cosas que
se ven y perecen y nos atrae hacia arriba y adelante, a las cosas que son espirituales
y eternas.
Si no hubiera promesas no habría fe ni tampoco
esperanza. Porque la esperanza es el contar con que poseeremos las cosas que
Dios ha declarado que nos daría. La fe mira hacia la Palabra que promete; la
esperanza mira a la ejecución de la promesa. Así fue con Abraham: «El creyó en
esperanza contra esperanza, para llegar a ser padre de muchas gentes, conforme
a lo que se le había dicho... y no se debilitó en la fe al considerar su
cuerpo, que ya estaba como muerto (siendo de casi cien años), o la esterilidad
ante la promesa de Dios, sino que se fortaleció en fe, dando gloria a Dios»
(Romanos 4:18-20). Lo mismo fue con Moisés: «Teniendo por mayores riquezas el
vituperio de Cristo que los tesoros de los egipcios; porque tenía puesta la mirada
en el galardón» (Hebreos 11:26). Lo mismo con Pablo: «Porque yo confío en Dios
que acontecerá exactamente como se me ha dicho». (Hechos 27:25). Lo mismo
contigo, tal vez querido lector. ¿Está tu pobre corazón descansando en las
promesas de Aquel que no puede mentir?
6. Nos
beneficiamos de la Palabra cuando esperarnos con paciencia el cumplimiento de
las promesas de Dios. Dios prometió un hijo a Abraham,
pero esperó muchos años antes de cumplir la promesa. Simeón tenía la promesa de
que no vería la muerte hasta que hubiera visto al Señor Jesucristo (Lucas
2:26), pero no lo vio hasta que tenía ya un pie en la tumba. Hay con frecuencia un largo y duro invierno
entre el período de la siembra de la oración y la hora de la cosecha. El
Señor Jesús mismo no ha recibido todavía plena respuesta a la oración que hizo
en el capítulo 17 de Juan, hace de ello cerca de dos mil años. Muchas de las
mejores promesas de Dios a su pueblo no recibirán su pleno cumplimiento hasta
que estemos en la gloria. Aquel que tiene la eternidad a su disposición no
necesita apresurarse. Dios nos hace
esperar con frecuencia para que pueda«perfeccionarse la obra de la paciencia»,
con todo no desmayemos; «Aunque la visión
está aún por cumplirse a su tiempo, se apresura hacia el fin y no defraudará;
aunque tarde, espéralo, porque, sin duda, vendrá y no se retrasará» (Habacuc
2:3).
«Conforme a la fe murieron todos éstos sin
haber recibido lo prometido, sino mirándolo de lejos, y creyéndolo, y
saludándolo, y confesando que eran extranjeros y peregrinos en la tierra»
(Hebreos 11:13). Aquí es abarcada la obra entera de la fe: conocimiento,
confianza juntando conocimiento con amor. El «de lejos» se refiere a las cosas
prometidas; aquellos que las «vieron» en su mente, discernieron la sustancia
detrás de la sombra, descubriendo en ellas la sabiduría y la bondad de Dios.
Estaban persuadidos; no dudaban, sino que estaban seguros de participar en
ellas y sabían que no serían decepcionados. Las saludaban, las abrazaban, son
expresiones que muestran su deleite y veneración, el corazón que sé adhiere a
ellas con amor y cordialmente les saluda y se goza con ellas. Estas promesas
fueron el consuelo y descanso de sus almas en sus peregrinaciones, tentaciones
y sufrimientos.
El demorar la ejecución de las promesas por
parte de Dios da lugar al cumplimiento de varios objetivos. No sólo se pone a
prueba la fe, de modo que se da evidencia de su genuinidad; no sólo se
desarrolla la paciencia, y se da oportunidad para el ejercicio de la esperanza;
sino que además se fomenta la sujeción a la divina voluntad. «El proceso de
deslinde y separación no se ha realizado: todavía suspiramos y apetecernos
cosas que el Señor considera que ya tendríamos que haber dejado atrás. Abraham
hizo un gran banquete el día que fue destetado Isaac (Génesis 2l:8)-, y, quizá,
nuestro Padre celestial hará lo mismo con nosotros. Échate, corazón orgulloso.
Quita estos ídolos; olvida tus apetitos, y la paz prometida pasará a ser tuya»
(C. H. Spurgeon).
7. Nos
beneficiamos de la Palabra cuando hacemos un uso apropiado de las promesas. Primero, en nuestras relaciones con Dios mismo. Cuando nos acercamos a
su trono, debería ser para pedir una de sus promesas. Las promesas han de ser no sólo el fundamento de nuestra fe sino
también la sustancia de nuestras peticiones. Debemos pedir según la
voluntad de Dios si El, nos ha de escuchar, y su voluntad se nos revela en las
cosas buenas que El ha declarado que nos concederá. De modo que hemos de echar
mano de sus seguras promesas, presentárselas delante y decir: «Haz conforme a
lo que has dicho» (2ª Samuel 7:25). Observa cómo Jacob reclamó la promesa en
Génesis 32:12; Moisés en Éxodo 32:13; David en el Salmo 119:58; Salomón en 1 a
Reyes 8:25; y tú, lector cristiano, haz lo mismo.
Segundo: en la vida que vivimos en el mundo.
En Hebreos 11:13 no sólo leemos de los patriarcas que disciernen, confían y
abrazan las divinas promesas, sino que se nos informa de los efectos que
producen las promesas en ellos: «y confesaron que eran extranjeros y peregrinos
en la tierra», lo que significa que hicieron pública confesión de su fe.
Reconocieron que sus intereses no estaban en las cosas de este mundo, y su
conducta lo demostró; tuvieron una porción que les satisfizo en las promesas
que se apropiaron. Sus corazones estaban puestos en las cosas de arriba; porque
donde se halla el corazón del hombre, allí se halla su tesoro también.
«Así que amados, puesto que tenemos estas
promesas, limpiémonos de toda contaminación de carne y de espíritu,
perfeccionando la santidad en el temor de Dios» (2ª Corintios 7:1); este es el
efecto que producen en nosotros, y lo producirán si la fe echa manos de ellas
realmente. «Por medio de las cuales nos ha dado preciosas y grandísimas
promesas, para que por ellas llegaseis a ser participantes de la naturaleza
divina; habiendo huido de la corrupción que hay en el mundo a causa de la
concupiscencia.» (2ª Pedro 1:4). Ahora, el Evangelio y las preciosas promesas,
siendo concedidas graciosamente y aplicadas con poder, tienen una influencia en
la pureza del corazón y del comportamiento, y enseñan al hombre a negar la
impiedad y los deseos del mundo y a vivir sobria, recta y piadosamente. Tales
son los poderosos efectos de las promesas del Evangelio bajo la divina
influencia, que nos hacen, interiormente, participantes de la naturaleza divina
y, exteriormente, nos hacen posible abstenernos de las corrupciones y vicios
prevalecientes en nuestro tiempo y evitarlos.
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