Un tal Jesús
Jesús el pacificador
Necesitamos la paz
IEl mundo y el hombre sufren hoy de muchas indigencias. Por falta de alimentos millones mueren de hambre. No hay trabajo y crecen las filas de los desempleados. Están desapareciendo muchas de las tradicionales virtudes ciudadanas, y la naturaleza y el medio ambiente son víctimas de la incivilidad y el descuido. Aunque la ciencia avanza a pasos de gigante, hoy hay más enfermos que nunca, y la gente se muere de males terribles que no se conocían antes.¡
Empero, por sobre todas las indigencias, una está causando ¡estragos en todos los niveles de la vida humana: la falta de paz. En efecto, vivimos en un mundo sin sosiego, inseguro, dividido por los odios, armado para la guerra. No hay paz ni en la ciudad ni en el campo. Son muchos los lugares y las calles por donde es peligroso transitar. La paz social también se resquebraja: empleados y obreros, patronos y asalariados viven en continuos forcejeos por mejores salarios y condiciones de trabajo. La falta de armonía racial, económica y de clases aún no se resuelve y da origen a odios y discriminaciones sin cuento..Son muchos además los hogares divididos, los matrimonios destrozados, las parejas divorciadas y los hijos incomprendidos. Y ni la religión ni la misma iglesia se escapan de divisiones, intrigas y odios inconfesables.
El Príncipe de paz
Es por eso que este mundo necesita descubrir en el evangelio, hoy más que nunca, la figura de Jesús el PACIFICADOR, el Príncipe de paz, según fuera presentado en el Antiguo Testamento por el profeta Isaías: "Porque nos ha nacido un niño, Dios nos ha dado un hijo, al cual se le ha concedido el poder de gobernar. Y le darán estos nombres: Admirable, Dios invencible, Padre eterno, PRÍNCIPE DE PAZ" (Isaías 9:6). Sólo él sabe compaginar, en el gobierno de los hombres, esa rara combinación de amor y de justicia que producen la paz. Como anuncia el profeta:
Se sentará en el trono de David; extenderá su poder real a todas partes y la paz no se acabará; su reinado quedará bien establecido, y sus bases serán la justicia y el derecho, desde ahora y para siempre.... Juzgará con justicia a los débiles y defenderá los derechos de los pobres del país. Sus palabras serán como una vara para castigar al violento, y con el soplo de su boca hará morir al malvado. Siempre irá revestido de justicia y verdad.
Isaías 9:7 y 11:4-5
Entendemos por qué su ingreso a este mundo fue acompañado del himno inmortal a la Paz, cantado por las huestes celestiales: "¡Gloria a Dios en las alturas, y en la tierra paz a los que gozan de su buena voluntad!" (Lucas 2:4). La mejor definición de su reino la dio siglos atrás el mismo profeta Isaías cuando escribió: "Entonces el lobo y el cordero vivirán en paz, el tigre y el cabrito descansarán juntos, el becerro y el león crecerán uno al lado del otro, y se dejarán guiar por un niño pequeño... No habrá quien haga ningún daño porque así como el agua llena el mar, así el conocimiento del Señor llenará todo el país" (Isaías 11:6-9).
Los pacificadores
Jesús introduce en el mundo como parte primordial de su ministerio el oficio de "pacificadores" o "sembradores de paz". En sus bienaventuranzas asegura que estos promotores de la paz serán felices y Dios los reconocerá como sus hijos (Mateo 5:9). Estos trabajarán por una paz muy diferente. Antes y después de Cristo ha habido muchos buscadores de paz. Pero en este oficio, Jesús es absolutamente original. La paz de Cristo no tiene parangón con la paz que otros sistemas o personas ofrecen u otorgan. No es ciertamente la paz que da el mundo, ni la que prometen los políticos; ni la que se discute y enreda en los laberintos de los foros internacionales. Esta clase de paz se ha probado mil veces como insuficiente y frágil. "Al irme —dice Jesús— les dejo la paz. Les doy mi paz, pero no se la doy como la dan los que son del mundo" (Juan 14:27). Los que escucharon el Sermón del Monte quizás no percibieron esta originalidad de la paz del Maestro. Pensaron tal vez en los jueces del pueblo de Israel que dictaban justicia y defendían los derechos del débil, del perseguido y del oprimido. Jesús va más allá de estos jueces íntegros que, finalmente, terminaron con todo, condenando al Justo. Jesús encarna y prefigura un tipo de hombre desconocido que será la admiración de moralistas, historiadores, sociólogos y políticos.
Siguiendo su ejemplo y fraguados por la nueva filosofía evangélica de la paz, los nuevos pacificadores, seguidores del Príncipe de la paz, buscarán una paz que no depende de las leyes humanas; que supera los compromisos de acuerdos pasajeros; que tendrá sus raíces en el corazón y brotará del interior del alma, como fruto de un nuevo conocimiento y experiencia de Dios, el Padre de todos, que hace brillar el sol sobre justos e injustos (Mateo 5:45).
Nueva concepción de la paz
Esta nueva concepción de la paz no hubiera sido posible sin la Pascua del Señor y sin el sacrificio redentor de Jesucristo en la cruz. Porque Dios quiso por medio de Cristo poner en paz y "reconciliar consigo todas las cosas, tanto las que están en la tierra, como las que están en el cielo, haciendo la paz mediante la sangre que derramó en la cruz" (Colosenses 1:19-20). "Cristo es nuestra paz" (Efesios 2:14). En su persona, "en su carne", ha destruido toda oposición de razas, de clases, de castas. Reconciliando a los hombres con Dios, ha reconciliado a los hombres entre sí.
La paz que propone es la tranquilidad de un orden nuevo fundado en la justicia, el amor y el perdón. Justicia que da a cada cual lo que le pertenece; amor que ensancha el campo de la justicia y se hace generosidad, aceptación y entrega. Justicia que procura el orden y combate el mal, el engaño, la mentira y el pecado; amor que, sin quebrantar la justiciales paciente, es bondadoso; no es envidioso, ni jactancioso ni orgulloso. No se comporta con rudeza, no es egoísta, no se enoja fácilmente, no guarda rencor; no se deleita en la maldad sino que se regocija en la verdad. Todo lo disculpa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta',^1 Corintios 13:4-6). Amor, en fin, que perdona y une: nos une con Dios y entre nosotros mismos, a pesar de nuestras diferencias y deficiencias.
¡Señor, danos la paz!
Este es el grito y la oración que sale de los corazones genuinamente interesados en un mundo mejor. Se pide y suplica por la paz en las iglesias; se discute en toda clase de foros nacionales e internacionales la mejor manera de conseguirla cuando se ha perdido, y mantenerla cuando todavía no se ha esfumado. Hay manifestaciones y desfiles multitudinarios reclamándola a gritos. Corren ríos de tinta, y se escuchan millones de discursos y sermones cantando sus bondades. Pero no es mucho lo que se consigue. Es que se está buscando la paz donde no se encuentra: afuera, en tratados y convenios políticos; en declaraciones y estrechones de manos. Y no acabamos de comprender que es imposible lograr la paz exterior, en el hogar, la sociedad, el mundo o la nación, si no hay paz interior: la paz de los espíritus que poseen solamente los que el Evangelio identifica como "los hijos de Dios" (Mateo 5:9).
No se acaba de comprender que para ser pacificadores o promotores de la paz, debemos primero estar en paz con nosotros mismos, con nuestra conciencia; en paz con nuestros semejantes y sobre todo en paz con Dios, el Dueño de la paz. Esta paz interior, paz del espíritu, sólo podemos conseguirla a través de Jesucristo, el "Príncipe de paz"; de Jesús, el pacificador. Él sembrará en nuestras vidas la paz auténtica que se reflejará a nuestro derredor. Esta es la paz que el mundo no puede dar; el shalom celestial que nos procurará el más completo bienestar de cuerpo y de espíritu en el hogar y en la sociedad; con nuestro prójimo y con nuestro Dios. Una paz que nadie podrá arrebatarnos, porque viene de lo alto, de Dios, sobrepasa todo entendimiento y perdura a lo largo del tiempo hasta la eternidad.
Fuente: Jaramillo, L. (1998) Un tal Jesús. Ed. VIDA EE.UU.
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