Un tal Jesús
Jesús obrero
Antecedentes laborales de Jesús
A Jesús se le identificaba como "el hijo del carpintero" (Mateo 13:55; Marcos 6:3). Podemos decir que venía de familia trabajadora no sólo por su padre en la tierra, José, el ebanista de Nazaret, sino por su Padre en los cielos, el laborioso Dios Creador, Arquitecto del universo.
Para Jesús el trabajo tiene dimensiones de dignidad y nobleza insospechadas que no se compaginan con el concepto de "trabajo-castigo" o "trabajo, fruto del pecado", que algunos predican. Las palabras y los hechos de las Escrituras, así como el pensamiento y la acción del mismo Dios y el constante ejemplo de Jesús, enseñan con claridad meridiana que el trabajo es digno y noble. Que lejos de rebajar o envilecer al ser humano, lo ennoblece y perfecciona como criatura de Dios, constituyéndolo en colaborador de su creación.
Jesús mismo fue un trabajador. Artesano, hijo de artesano, dejó a los treinta años su profesión de carpintero, la misma de su padre José, para hacerse maestro y predicador. Y desde entonces no se dio reposo en su nuevo oficio. Para practicarlo, según la vocación que había recibido de su Padre de los cielos, debió prepararse muy bien en largas jornadas de estudio de las Escrituras y en otras disciplinas que debió aprender en la sinagoga de Nazaret, y en la propia escuela de su hogar. El ser maestro, predicador de una nueva religión, le implicó largas jornadas de viajes y no pocas fatigas y trasnochos. Fueron muchas las ocasiones en que sintió la necesidad de retirarse a reposar a un lugar solitario (Juan 6:15), o en la cubierta de una barca, sobre los aperos de labor, como en el pasaje de la tempestad calmada de Mateo (8:23-27). Algunas veces las multitudes que lo buscaban no le permitían el descanso (Marcos 3:7-12). Lo cierto del caso es que Jesús no perdió el tiempo en ocios innecesarios. El panorama que tenemos de sus tres años de vida pública es de jornadas apretadas de labor constante, solicitado siempre por su deber, acosado por la gente: un milagro aquí, un sermón'' allá, una reunión y plática con sus discípulos; una polémica acalorada con sus enemigos. Aunque supo darse también sus ratos de reposo y solaz: con sus íntimos, en Betania, a orillas del lago, o en sus expediciones de pesca.
El trabajo nos identifica con Dios
Jesús concibió el trabajo como una de las más nobles obligaciones. Así enfocó su ministerio de predicación, enseñanza y sanidad: "Mientras sea de día, tenemos que llevar a cabo la obra del que me envió. Viene la noche cuando nadie puede trabajar..." (Juan 9:4). Para Jesús el trabajo era primordial, y cuando fue necesario lo realizó aun en día de sábado, porque, según él lo afirma, ésta es la naturaleza de Dios y la de él mismo: "Mi Padre siempre está trabajando, y yo también trabajo" (Juan 5:17). La conclusión es muy sencilla: según la filosofía de Cristo, el trabajo nos identifica con Dios. Porque lo que tenemos en la Biblia es a un Dios trabajador y a un Cristo obrero.
Un Dios trabajador
El primer sermón sobre el trabajo nos lo da la Biblia, más en acción que con palabras. Desde el primer versículo del primer capítulo del Génesis sorprendemos a un Dios que trabaja. Un Dios que utiliza su inteligencia, su voluntad, sus facultades todas, para ir fabricando cada cosa. Laboriosamente, como si lo hubiera programado, va haciendo una tras otra todas sus criaturas. Y parece que hasta se pone un horario. Esa labor de artesano divino, inspiró al salmista sus más hermosos cánticos. En los Salmos 104, 135, 136, 142 y 148 invita insistentemente a toda la creación a alabar los "grandes hechos" de este Dios creador de maravillas: "Él hizo cielo y tierra y mar, y todo lo que hay en ellos..." (Salmo 146:6). "¡Cuántas cosas has hecho, Señor! Todas las hiciste con sabiduría. La tierra está llena de todo lo que has hecho..." (Salmo 104:24).
Pero la labor del Señor no terminó cuando estuvo completa la creación. La Biblia no es más que la historia de la acción y trabajo permanentes del Señor. De allí resultó la preciosa doctrina de la providencia divina: los cristianos tenemos un Dios en acción permanente. Un Dios que provee lo que sus criaturas necesitan para vivir. Ciertamente es un Dios bien ocupado: "Los ojos de todos se posan en ti, y a su tiempo les das su alimento" (Salmo 145:15). Y él "abre su mano y sacia con sus favores a todo ser viviente" (16). Pero no sólo a los seres vivientes. El "levanta las nubes desde los confines de la tierra; envía relámpagos con la lluvia y saca de sus depósitos a los vientos" (Salmo 135:7), "determina el número de las estrellas y a todas ellas les pone nombre" (Salmo 147:4), ". . . cubre de nubes el cielo, envía la lluvia sobre la tierra y hace crecer la hierba en los montes. El alimenta a los ganados y a las crías de los cuervos cuando graznan ..." (8,9). Por no mencionar todo lo que hace con el hombre, su criatura preferida. Lo cierto es que Cristo en sus parábolas y sermones nos describe a un Dios que hasta los cabellos de nuestra cabeza los tiene contados, para significar el amor y la diligencia con que el Padre cuida de nosotros (Mateo 10:26-31).
Esto se llama providencia; o un Dios que trabaja permanentemente por su creación y por sus criaturas. Tenemos, pues, un Dios incansable, que ama el trabajo: "que tiene planes admirables y los lleva a cabo con gran sabiduría" (Isaías 28:28). ¿Qué puede ser más digno que aquello en lo que Dios se ocupa?
Un Dios que quiere que el hombre trabaje
Sin embargo, nuestro Dios no sólo trabaja él. El quiere que todos trabajemos, y lo hagamos con amor. Trabajar es propio del hombre, tal como Dios lo hizo. Aun antes de la caída, ya el Señor había dado su orden a nuestro padre Adán de trabajar. No creó ciertamente Dios al hombre sin propósito; no lo puso en el Edén para que estuviera ocioso. "Dios, el Señor, puso al hombre en el jardín de Edén —dice el Génesis— para que lo cultivara y lo cuidara..." (2:15). Un trabajo bien determinado. Podríamos aún más afirmar que Dios inventó el trabajo para el hombre al mismo tiempo que lo creaba. Y fue el trabajo, al menos, una de las razones de la creación del mismo hombre: no sólo cuidar y cultivar el jardín del Edén, sino formar un hogar y perpetuar la especie humana. "Llenar el mundo y gobernarlo; dominar a los peces y a las aves y a todos los animales que se arrastran ..." (Génesis 1:28).
Tenía y tiene el hombre bien asignado su trabajo, como una hermosa misión de participación dada por el mismo Dios, su Creador y Señor. El cumplimiento de esta misión divina del trabajo, el cuidar y cultivar la creación de Dios, investigar los secretos de la naturaleza, dominar sus leyes para servicio del hombre y honra del Creador; en una palabra, el trabajo, ya sea con el cuerpo, la mente o el espíritu, engrandece al ser racional, embellece la creación, contribuye al cumplimiento de los planes divinos, y realiza al hombre como ser inteligente, hecho a imagen y semejanza de Dios (Génesis 1:27).
No está pues Jesucristo inventando una doctrina nueva cuando encomia al hombre laborioso, al que es fiel a sus obligaciones, realizando bien su labor y haciendo rendir sus talentos (Mateo 25:21; Lucas 19:17). De hecho, él mismo dio ejemplo admirable de laboriosidad. No se dio tregua en el cumplimiento de su misión, y sus discípulos apenas le podían seguir el paso. Una sesión de enseñanzas aquí; una conversación a media noche con un doctor de la ley inquieto por la vida eterna; una palabra de consuelo y un milagro para una madre que había perdido a su hijo único, una jornada de pesca y de predicación acosado por las multitudes en el lago de Tiberias; una discusión acalorada en el templo con los escribas y fariseos; y una larga caminata regada de milagros, prédicas y advertencias. De Galilea a Judea, de Judea a Samaría; de Samaría a la Decápolis, Jesús no se dio tregua en su labor, mientras hubiera una persona necesitada de sus servicios. Sus propias necesidades personales pasaban a veces a segundo plano cuando el ministerio lo reclamaba. Así lo muestran frases como la que leemos en el'Evangelio de Marcos: "Luego entró Jesús en una casa, y de nuevo se aglomeró tanta gente que ni siquiera podían comer él y sus discípulos" (Marcos 3:20).
El trabajo debe ser bien remunerado
Existe en la Biblia, y particularmente en los Evangelios, una conciencia muy clara de que el obrero merece ser remunerado justamente. "No retengas la paga del trabajador...", dice el libro del Levítico 19:13. Y el profeta Jeremías reprende severamente a los que defraudan a los obreros: "Ay de ti, que a base de maldad e injusticias construyes tu palacio y tus altos edificios; que haces trabajar a los demás sin pagarles sus salarios..." (Jeremías 22:13). El Nuevo Testamento no es menos claro: "El trabajador merece que se le pague su salario" (1 Timoteo 5:18). "Oigan cómo clama contra ustedes el salario no pagado a los obreros que les trabajaron sus campos. El clamor de esos trabajadores ha llegado a los oídos del Señor Todopoderoso" (Santiago 5:4).
Remunerar justamente el trabajo es de derecho divino. No es un deber de caridad, sino de estricta justicia. Lo era ya desde la época de los patriarcas. Cristo en el Evangelio no sólo reafirmó esta obligación, sino que le dio nuevo sentido y proyección. En la parábola de los labradores nos presenta a un Dios remunerador justo del trabajo, que da a cada uno su paga y aun agrega de su voluntad a quien siente que algo más necesita (Mateo 20:1-16). Hay aquí una revolucionaria balanza creada por Jesús para evaluar el trabajo: no es sólo el horario, ni la contabilidad, ni la producción; todo esto es importante. Pero el trabajo es ante todo para el hombre: la primera consideración es la necesidad del hombre, la promoción del hombre, el bien del hombre, de todos los hombres y las mujeres. De esta manera el trabajo tiene no sólo uña función social, sino promocional. El capital se pone al servicio del individuo en la comunidad, y cumple a su vez una función promocional del hombre y la mujer, y de servicio social.
Paz y armonía en las relaciones laborales
Si a esto agregamos el no menos revolucionario planteamiento propuesto por Pablo en su epístola a Filemón para las relaciones obrero-patronales, nos daremos cuenta de que el obrero o trabajador no necesita salirse de la Biblia para encontrar fundamentó a sus reclamos de reconocimiento justo a su trabajo. Los trabajadores ya no son ni deben ser siervos o esclavos. Sus relaciones con los patrones deben regirse no sólo por la justicia fría del do ut des (doy para que me des), sino que el ingrediente del amor cristiano debe entrar a sazonar estas relaciones. Refiriéndose a Onésimo, el esclavo y obrero infiel y fugitivo, Pablo amonesta a Filemón:
Te envío a Onésimo, tu esclavo, de vuelta, y con él va mi propio corazón. Yo hubiera querido retenerlo para que me sirviera en tu lugar mientras estoy preso por causa del evangelio. Sin embargo, no he querido hacer nada sin tu consentimiento, para que tu favor no sea por obligación, sino espontáneo. Tal vez por eso Onésimo se alejó de ti por algún tiempo para que ahora lo recibas para siempre, ya no como a esclavo, sino como algo mejor: como a un hermano querido, muy especial para mí, pero mucho más para ti, como persona y como hermano en el Señor. De manera que si me tienes como compañero, recíbelo como a mí mismo. Carta a Filemón 12-17
Todo esto es parte de una nueva filosofía; la filosofía del evangelio que dignifica al individuo hasta tal punto que nos hace a todos hijos del mismo Dios, sin distingos de clases. Ya no habrá "esclavos o libres" (1 Corintios 12:13). Todos somos hermanos. Es la dignidad humana elevada en su categoría por la acción y presencia de un Cristo hecho hombre, quien dignifica no sólo al hombre, sino todas sus actividades, comenzando por su trabajo. Es claro que el subalterno o el que de alguna manera es dirigido en su labor o en el cumplimiento de responsabilidades, cualquiera sea el campo en el que se desempeñe, tiene sus obligaciones para quienes lo dirigen: "Les pedimos hermanos —dice Pablo a los Tesalonicenses— que sean considerados con los que trabajan arduamente entre ustedes, y los guían y amonestan en el Señor. Ténganlos en alta estima y ámenlos por el trabajo que hacen..." (1 Tesalonicenses 5:12-13).
Deben además cumplir honradamente con su tarea y no defraudar los intereses de su patrón. Cristo llega aun hasta pedir que estén contentos con su salario, procurando lo que se llama la "buena moral" o actitud positiva en su labor (Mateo 20:13-15).
La nueva religión de Jesús sobre el trabajo
Esta es la nueva religión de Jesús, el obrero de Nazaret, hijo de un hombre de trabajo, José el carpintero, y de María, mujer de hogar, fiel ama de casa, esposa y madre hacendosa. Un Jesús que de niño aprendió con sus padres, en su hogar, la bondad y belleza del trabajo haciéndolo parte de su vida. Esa vida honrada y laboriosa de Nazaret que en gran parte procuró su crecimiento en cuerpo y mente, o lo que es lo mismo "en sabiduría y estatura", lo que le hará "gozar del favor de Dios y de toda la gente" (Lucas 2:51-52).
Ninguna religión podrá ennoblecer más al trabajo que la religión de Jesús. La religión que nos presenta a un Dios trabajador que no quiere que sus hijos estén "desocupados todo el día" (Mateo 20:6), sino que por el contrario, aprecia y enaltece el trabajo por sí mismo y a través de su Hijo Jesucristo, el obrero sencillo y humilde de Nazaret, hijo de obrero. El trabajo, podemos decir, está en el corazón mismo de las Escrituras y es parte sustancial de la doctrina y de la vida de Jesucristo.
Fuente: Jaramillo, L. (1998) Un tal Jesús. Ed. VIDA EE.UU.
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