Un tal Jesús
¡He aquí al hombre!
¡Aquí tienen al hombre!" fue la presentación que Pilato |hizo de Jesús al pueblo amotinado (Juan 19:5). No se dio cuenta de que estaba confesando una de las verdades más importantes sobre la persona de Jesús.
Jesús es el hombre por antonomasia; completo en su integridad de virtudes y facultades humanas. Su cuerpo, como su alma y espíritu, debieron ser sencillamente armoniosos. No nos interesa el color de sus ojos, o el largo de sus cabellos; pero sí que tenía un cuerpo como el nuestro que experimentó el proceso del desarrollo y crecimiento, como cualquier niño y adolescente de su edad. En su hogar de Nazaret ayudó a sus padres en las labores cotidianas hasta convertirse en el hombre maduro que todos conocieron, ejerciendo su ministerio en las montañas y llanuras, los desiertos y colinas de la Palestina. Sus brazos debían mostrar la musculatura propia de quien manejó herramientas de artesano en el taller de su padre el carpintero; y sus manos, las callosidades del experto en el martillo y la garlopa.
Un nazareno como cualquier otro
En Nazaret, cualquiera podía dar su dirección. "¡Ah, sí! el hijo de don José... Allá a la vuelta de la esquina, junto a la fuente; en la segunda casa a la derecha..." Tenía amigos, compañeros de juegos; familiares, primos, tíos y, muy probablemente, "hermanos".
Su contextura física debió ser fuerte; moderadamente atlética para aguantar caminatas y vigilias, jornadas de oración, predicación y acción en medio de multitudes; del mar a la montaña, de la montaña al mar, tres años de ministerio público. Su voz de timbre varonil sabía adoptar todos los tonos y modulaciones que exigía el momento: enérgica con los obcecados, suave y compasiva con los enfermos necesitados de salud para el cuerpo o para el alma. Sonora y elocuente cuando proclamaba verdades de su evangelio que todos debían escuchar con claridad.
Nadie ha hablado como él Cristo debió ser buen orador. Pero mejor aún, maestro: gran comunicador. Su palabra sosegaba los elementos y los corazones; reconciliaba, perdonaba y traía paz y armonía, mas confundía e inquietaba a los presuntuosos o hipócritas que creían saberlo todo. Maravillosa palabra la del Maestro. "¡Nunca nadie ha hablado como este hombre!" (Juan 7:46), fue el comentario de los guardias a los sacerdotes y fariseos que les preguntaban por "ese tal Jesús" que andaba alborotando a la gente.
Todos esperaban expectantes escucharlo. Sabían que hacía maravillas: curaba enfermos, calmaba tempestades, resucitaba muertos. Pero más que todo eso, enseñaba, consolaba, aconsejaba, resolvía problemas o, simplemente, narraba historias interesantes y comentaba acontecimientos cotidianos.
Los ojos de Jesús
Sus ojos sabían mirar y convencer. A Pedro le bastó una mirada suya para hacerle derramar lágrimas (Lucas 22:61-62). Judas no aguantó el fulgor penetrante de su mirada que desnudó la negrura de su alma mientras le llamaba "amigo". Ojos de Jesús: ojos de oración y súplica en Getsemaní y el Gólgota. De coraje e indignación con los mercaderes del templo; de compasión y perdón para con la adúltera y María, la derrochadora de perfume en casa de Simón; de ternura e inocente picardía con los niños inoportunos que los discípulos querían alejar. Ojos del Jesús peregrino que se cerraban cansados al final de la jornada, y dormían lo mismo debajo de un sicómoro que en la cubierta de una barca, en medio del mar. Ojos que supieron llorar sobre Jerusalén, la ciudad ingrata, y reír y alegrarse en Cana y Betania cuando en la intimidad de sus más allegados refería interesantes incidentes y compartía regocijadas anécdotas con Marta, Lázaro y María; Juan, Pedro y los otros.
Hombre de carácter
Pero veamos el carácter de Jesús. Por los Evangelios sabemos que era bueno, amable: "Maestro bueno", lo llamaban (Marcos 10:17). Con su bondad cautivaba multitudes; sabía amar y ser amado. Tenía amigos y hasta íntimos. Honesto, franco, sencillo y fiel. Sabía conversar y escuchar. Sensible como el que más a los problemas, dolores, enfermedades, inquietudes y fracasos de otros, buscaba siempre soluciones. Optimista y receptivo, con un alto sentido estético de lo bueno y de lo bello. Se gozaba en la naturaleza: el mar y la montaña, las estrellas y las flores, los sembrados y los pájaros. Descubría la hermosura y el significado de lo pequeño e insignificante como una flor o una semilla; un granito de sal o de mostaza.
Un hombre para los hombres
La razón, sin embargo, de su venida a la tierra fue el hombre, el ser humano en toda su extensión de "espíritu, alma y cuerpo", según lo describe el apóstol Pablo (1 Tesalonicenses 5:23). Desde su cuna hasta la cruz se rodeó de hombres y mujeres de diferentes razas, colores y categorías sociales y económicas. Hombres y mujeres del campo y de la ciudad, artesanos e intelectuales, pobres, miserables y ricos; justos y pecadores; jóvenes, niños y adultos. Habló con ellos, siempre buscando más bien dar que recibir (Hechos 20:35); haciendo gasto permanente de su corazón generoso: aquí un milagro, allá una palabra de consuelo, comprensión o perdón. Con razón a su muerte tuvieron que testimoniar de él: ". . . este Jesús que anduvo haciendo el bien y sanando a todos los que sufrían ..." (Hechos 10:38).
Vivió como hombre, Hijo de hombre, aunque era Dios. Murió como todos los mortales, aunque "humillándose hasta la calidad de siervo obediente, hasta la muerte y muerte de cruz" (Filipenses 2:7-8). Y al tercer día reasumió su cuerpo resucitado y se fue al rescate de sus discípulos y amigos. Los animó y confortó en la fe de su realidad divino-humana, y de su ministerio de Salvador del hombre. Volvió a soñar, a conversar y a planificar con ellos el establecimiento definitivo de su reino en este mundo. Luego sí se fue al cielo. Y se llevó su cuerpo y humanidad. Y hoy, hay un hombre sentado a la diestra del Padre: Jesucristo, el Hombre-Dios, que intercede por nosotros los hombres, sus hermanos.
Fuente: Jaramillo, L. (1998) Un tal Jesús. Ed. VIDA EE.UU.
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